Aquí en enero, cuando las primeras facturas caen como nieve helada, las familias grandes son las que sienten el peso del invierno y la dureza de los números que tanto limitan los márgenes de maniobra. La calle dio con una metáfora exacta para esta realidad: la cuesta de enero que no es solo la subida por la que se deben escalar los días que arrastran las deudas de las fiestas y las ilusiones. Para las familias numerosas, la cuesta tiene una pendiente aún más empinada, un terreno más desigual. Cada hijo es un peso, y al mismo tiempo, cada hijo es un sueño. Pero esos sueños, que deberían ser talentos, se ahogan en una lluvia de gastos que no se pueden cubrir.

¿Acaso se han detenido los que dibujan leyes y presupuestos a pensar que una familia con cinco, seis, o más bocas que alimentar no es solo un número? ¿Acaso alguien se ha detenido a pensar que esas familias no pueden permitirse el lujo de ver cómo el dinero se esfuma antes de que llegue el día veinte? La cuesta de enero es especialmente dura cuando, por cada hijo, hay un gasto extra que se multiplica sin misericordia: ropa, comida, útiles escolares, medicinas, luz, gas, transporte, y una larga lista de necesidades básicas.

A menudo se dice que el amor no entiende de números, y es cierto. Pero los números, esos fríos números exactos, tampoco entienden de amor. En enero, el amor de los padres se mide en sacrificios, en decisiones difíciles, en la incertidumbre de saber si se llegará a fin de mes sin que el peso de la deuda quiebre la sonrisa. Mientras tanto, los padres de familias numerosas se encuentran con las manos vacías y el corazón lleno de preocupación.

Habrá quien diga, no sin razones, que cada cual es responsable de sus actos pero la sociedad puede entender que criar a varios hijos no es solo una elección personal, sino un acto de valentía. La ansiedad por el futuro se convierte en sombra que acecha cada decisión, cada compra, cada plan.