"No creo que la sociedad que he descrito en 1984 necesariamente llegue a ser una realidad, pero sí creo que puede llegar a existir algo parecido”, escribía George Orwell después de publicar su novela. Corría el año 1948, y la realidad se ha encargado de convertir esa pieza -entonces una distopía de ciencia ficción política...- en un manifiesto de la realidad. Aquel Gran Hermano que alteraba a Winston Smith en el Londres de 1984, una ciudad lúgubre en la que la Policía del Pensamiento controla de forma asfixiante la vida de los ciudadanos, sobrevuela nuestra realidad, rodeados, como estamos, de cámaras. 

Ahora que nos llega la noticia de que buena parte de los taxis de Bilbao llevan o llevarán cámaras de vigilancia para protegerse de los peligros que les acechan salta la duda: ¿se compra seguridad a base de libertad? Es una de las grandes incógnitas de nuestro tiempo. Las cámaras prometen seguridad, sí, pero ¿a qué precio? La promesa de protección se entrelaza con la vigilancia constante, y la frontera entre el cuidado y la invasión se vuelve difusa. Nos encontramos en un laberinto donde la confianza se diluye y el miedo se instala de alguna manera.

Las ciudades se convierten en espacios de vigilancia, donde cada esquina está marcada por un ojo que no parpadea. Pero en esta danza de luces y sombras, hay una resistencia latente. La persona viajera, aunque sometida al escrutinio, sigue siendo un ser humano. Como también los es quien conduce el vehículo. ¿Cómo hemos llegado a este punto? Porque lo cierto es que no parece que la existencia de cámaras detenga a quienes estén dispuestos a cometer el delito. Es gente acostumbrada a que la reconozcan. No siempre les importa si el botín es apetecible. ¿A quién se vigila, entonces? Y salta a la palestra otra pregunta más inquietante aún: para quién y para qué.