Visto el tiempo en el que hoy vivimos uno siente que es asombroso que la Humanidad todavía no sepa vivir en paz, que palabras como competitividad imponen su fuerza frente a palabras como convivencia. Es curioso que aún hoy sea motivo de celebración y de recompensa que la gente mayor y la juventud compartan un techo bajo el que cobijarse y una cocina donde repararse cuando flaquean las fuerzas.
La convivencia entre jóvenes y mayores es un tema que, aunque a menudo sobrevuela lo urgente, tiene una relevancia crucial en nuestra sociedad actual. Es importante. En un mundo que avanza a pasos agigantados, donde la tecnología y las modas cambian casi a diario, a menudo se olvidan (o lo que es peor, se desdeñan...) la riqueza que aportan las generaciones que nos precedieron.
Imaginen un parque en una tarde soleada. Por un lado, un grupo de jóvenes ríe y juega con sus teléfonos, inmersos en un mundo digital que les resulta de la familia. Por otro, un grupo de mayores se sienta en un banco, compartiendo historias de tiempos pasados, de un mundo que, aunque diferente, también tiene sus propias lecciones que ofrecer. ¿Qué pasaría si esos dos mundos se encontraran?
La realidad es que la convivencia intergeneracional puede ser una fuente inagotable de aprendizaje. Los jóvenes pueden enseñar a los mayores sobre las nuevas tecnologías, mientras que estos pueden transmitir sabiduría y experiencias que solo se adquieren con el tiempo. Es un intercambio que, si se fomenta, puede enriquecer a ambas partes.
Sin embargo, no todo es tan sencillo. A menudo, los prejuicios y la falta de comunicación crean barreras invisibles. La juventud pueden ver a la gente mayor como anticuada, mientras que los mayores pueden considerar a los jóvenes como superficiales. Pero, ¿qué pasaría si nos atreviéramos a romper esos estereotipos? Si los jóvenes se acercaran a los mayores con curiosidad y respeto, y si los mayores se abrieran a entender el mundo actual de vanguardia, podrían construirse puentes en lugar de muros.
La clave está en la empatía. En escuchar y aprender unos de otros. En encontrar espacios donde estas interacciones sean posibles, ya sea a través de actividades comunitarias, talleres intergeneracionales o simplemente en la cotidianidad de nuestras vidas. En coincidir, qué sé yo, en la cocina a la hora del café.