Es un esprint, una aceleración. Se aprieta el paso con la idea de que los más veloces no enfilen la recta de llegada en solitario y que uno llegue a tiempo para competir por el triunfo. En el ciclismo se habla de cerrar el hueco, de colocarse en cabeza de carrera. En el caso que hoy nos ocupa, el reconocimiento de los pisos turísticos antes de que se restrinja la suerte de barra libre que hoy aún impera, puede considerarse como el arte de darse prisa. Muchos vecinos no desean que en su portal se promueva el piso turístico pero buscarán uno, que sé yo, en Roma cuando el Athletic comience su periplo por Europa en la ciudad eterna. No es algo nuevo. Hace décadas ya que se escuchan quejas cuando se anuncia la apertura de un bar en los bajos del inmueble, protestas que nacen, por ejemplo, de mucha gente que potea los fines de semana e incluso a diario. Se percibe algo extraño: una parte de la ciudadanía pretende que se legisle a su conveniencia, en su provecho. En fin.
La dificultad, compréndanlo, está en el equilibrio. Por un lado, los pisos turísticos representan una oportunidad económica tanto para los propietarios como para las comunidades. Muchos propietarios han encontrado en el alquiler de sus viviendas una fuente de ingresos adicional, lo que les permite afrontar gastos y, en algunos casos, mantener sus hogares. Para las ciudades, la llegada de turistas puede ser un impulso económico significativo.
Sin embargo, esta bonanza económica no está exenta de consecuencias. El aumento de pisos turísticos contribuye (fíjense bien: contribuye, no provoca...) a la escasez de vivienda asequible. El destino al turismo eleva los precios de alquiler y dificulta la vida de los locales. Este fenómeno ha generado tensiones en comunidades que ven cómo sus barrios se transforman en zonas con menos esencia y autenticidad.