TODO delito que no se convierte en escándalo no existe para la sociedad, dijo el poeta y dramaturgo alemán Heinrich Heine. Viene al caso el recuerdo de sus palabras ahora que acabamos de enterarnos que los hurtos de teléfonos móviles y de bolsos o carteras o las estafas por internet (que en no pocas ocasiones tienen el cariz del viejo timo del tocomocho, donde el timado también tenía oscuras intenciones...) apenas se denuncian, como si fuesen invisibles, como si fuese un mal pasajero, esa tos que ya se irá y para lo que no tomamos jarabe alguno.

Quienes miran con lupa todos estos asuntos nos aseguran que va a sonrojarse mucha gente si la policía cumple con su deber, eso por un lado. Pregunten, por ejemplo, a las aseguradoras. O investiguen las bajas laborales ful. Y por otro lado, la sensación de que no hay manera de trancar las puertas giratorias –roban un móvil y a la salida de comisaría afanan una cartera...– ni de frenar ese goteo incesante de mangoneos o de recuperar lo que se llevaron. ¿Para qué denunciar entonces?, se pregunta una parte de la ciudadanía cuando no ve los beneficios de un comportamiento civilizado que los hay, que debe de haberlos, que los habrá seguro. Pero el problema es que no los vemos.

Y no solo duele esa ausencia de factor corrector. Es que además, si uno ejerce de ciudadano con todas las de la ley se da de bruces con ella, con la ley misma. Hace no demasiados días robaron el teléfono móvil a una amiga. Atraparon al mangui con las manos en la masa y la gente de la calle, harta ya de tanto levantamiento de propiedades ajenas quiso tomarse la justicia por su mano. Le dieron al tipo las del pulpo hasta que llegó la policía y todo acabó en comisaría, en el hospital y en un juicio. Dirán, quienes esto leen, que todo obedecía a cierta lógica. No se crean, no.

La mujer fue citada en día laboral y en horario de trabajo –por las buenas, permisos que hay que solicitar; por las malas, trabajo que hay que recuperar...– y, para su asombro, le sentaron a declarar junto al delincuente. Tuvo que dar sus datos (nombre, dirección, etc.) mientras él lo oía. A la mujer le acusaron de haberse sobrepasado en la paliza (“¡Oiga, que yo no le puse la mano encima, que fue la gente de la calle!”, decía ella. “Cállese”, le replicaba la ley) y no se fue con una multa de milagro. A la salida pensaba, ya lo imaginan, “la próxima denuncia la va a poner su p...”