SON ayudas económicas para cubrir gastos concretos ordinarios o extraordinarios de cara a prevenir, paliar o evitar situaciones de exclusión social. Estas prestaciones no son periódicas, se dan ante necesidades concretas. Digamos, por explicarlo de un plumazo, que se trata de meter el dedo en la llaga, de ir en busca de una solución para la herida, si es que se puede decir así. Son la respuesta a una señal de socorro, a un SOS que se lanza desde la alta mar de las dificultades, sin costa a la vista. Vienen a cubrir gastos de primera necesidad como el pago de alimentos, educación, atención sanitaria, etc.; gastos de vivienda (relacionados con el alquiler u hospedaje o el pago de los intereses o amortizaciones del pago de una hipoteca al banco); compra de electrodomésticos de limpieza básicos como lavadoras, neveras, lavavajillas, horno o secadora o gastos de transporte como los necesarios para llevar a los hijos al colegio o para acudir a un centro médico. Las ayudas de emergencia social son, como ven, una bombona de oxígeno. Entre los carteles de la Administración que nos gobierna no pueden, no deben, pasar desapercibidos esos que dicen Salida de emergencia. ¿No fue el general Patton quien dijo, en estado de extrema necesidad en la guerra, que “un buen plan ejecutado hoy es mejor que un plan perfecto ejecutado en algún momento indefinido en el futuro”? Creo que sí. Este tipo de auxilios a corto plazo suenan justo a eso: a un buen plan aplicado en el momento justo.

Habrá quien se aferre al viejo axioma de los peces y la caña, no sin parte de razón. Pero mientras uno se aplica en la enseñanza o el aprendizaje sobre cómo pescar –cada cual en el papel que le toque jugar...– una realidad salta a la luz con toda su crudeza: hay que sobrevivir mientras se va forjando un futuro más sólido, mientras se busca la salida de emergencia en la que uno encuentre respiro.