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El bombín roto

Irreverentes románticos del Athletic

En un mundo donde los clubes son marcas y los estadios centros comerciales, el Athletic sigue con su rareza: como si el balón supiera quién lo acaricia con amor y no solo con un contrato

El Athletic-Arsenal, en imágenesOskar González | Miguel Acera

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Por un instante, Bilbao fue el centro del universo. No el universo del capital ni de los mercaderes (más de 500 millones gunners invertidos frente a los 12 del Athletic sobre el césped...), sino el de la memoria, el del barro y la camiseta empapada, el universo donde se juega con el alma y se pierde con dignidad. Allí, en San Mamés, el templo de piedra y fuego, el Athletic cayó ante el Arsenal. Pero no se rindió. Y eso, en estos tiempos, ya es una victoria.

El martes no era martes, ni septiembre era septiembre. Era historia latiendo con cada pase, cada entrada, cada rugido. El Athletic, ese equipo de irreverentes románticos que juega con los suyos, sin importar que el mercado los mire con sorna, se plantó ante el gigante inglés como quien se planta ante el viento: con la frente alta y los pies firmes sobre la tierra. Y, junto a ellos, casi cincuenta mil personas (hay que descontar a los british...) jaleándoles, con las camisetas sudadas de orgullo y las bufandas moviéndose como molinos por ver si podían impulsar ese empuje. No pudo ser pero para la historia quedó una hermosa derrota. Derrotados, sí; pero no vencidos.

Un gol cruel

Ha llegado el esperado traspiés en Europa y, ya ven, el Athletic habla de hacerse más grande. En este caso hacer más grande San Mamés. La idea, y eso es lo asombroso tras el 0-2, no parece descabellada.

El Arsenal trajo millones en las botas y algoritmos en las pizarras. El Athletic trajo a Berenguer corriendo como si llevara a todos sus ancestros en la espalda; a Jauregizar convertido en el general de la batalla, a Vivian cortando balones (¡ay aquel que se le fue!) como si cortara la respiración del estadio. Trajo también algo que no se compra: la fe de una ciudad que ha aprendido a perder sin dejar de creer.

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Y, sin embargo, cayeron. Fue un gol cruel, de esos que parecen dictados por el destino, no por el juego. Surgió entonces el silencio que solo se escucha cuando un pueblo llora sin lágrimas. Pero hasta el dolor fue hermoso. Porque nadie se quejó a voz en grito. Porque todos sabían que esa derrota no era una rendición, sino una reafirmación.

En un mundo donde los clubes son marcas y los estadios centros comerciales, el Athletic sigue con su rareza: como si el balón supiera quién lo acaricia con amor y no solo con un contrato.