Da un nosequé ponerle precio a un futbolista en un mercado para fijar sus valores. Recuerda al siglo XIX cuando numerosos mercados de esclavos se espolvoreaban en los puertos comerciales. Permítanme que me recree en las palabras de Thomas Smee, el comandante del barco de investigación británico Ternate, que visitó un mercado de este tipo en Zanzíbar en 1811 y dio una descripción detallada: “El espectáculo comienza alrededor de las cuatro de la tarde. Los esclavos salieron con el mayor provecho haciendo que les limpiaran y bruñieran la piel con aceite de nuez de cacao, les pintaran el rostro con rayas rojas y blancas (¡ay Dios mío, los colores del Athletic!) y las manos, narices, orejas y pies adornados con profusión de brazaletes de oro y plata y las joyas, se alinean en una línea, comenzando con las más jóvenes, y aumentando hacia atrás según su tamaño y edad. A la cabeza de este expediente, que está integrado por todos los sexos y edades desde los 6 a los 60 años, camina la persona que los posee; detrás y a cada lado, dos o tres de sus esclavos domésticos, armados con espadas y lanzas, sirven de guardia. Así ordenada, la procesión comienza y pasa por la plaza del mercado y las calles principales...”

Suena terrible, ¿verdad? La idea de calibrar las capacidades de los futbolistas con un precio estándar, como si su juego desprendiese el brillo de un diamante o resultasen algo exótico de ver a su paso, duele. Duele y aleja a los románticos del fútbol. La pasión que alguna vez alimentó el juego se ha transformado en un negocio voraz, donde el talento se mide en cifras y el amor por la camiseta se ahoga en contratos millonarios.

El mercado de futbolistas es un espectáculo grotesco. Los traspasos se negocian como si se tratara de transacciones de Wall Street, y los jóvenes talentos son cazados como si fueran piezas de un rompecabezas que, al final, solo busca llenar los bolsillos de unos pocos. En este juego, el hincha, ese que grita, se emociona y llora en las gradas, se convierte en un espectador pasivo, un mero consumidor de un producto que ya no lo siente como uno de los suyos. La pasión se ha convertido en un producto de consumo, y el fútbol, en un espectáculo de luces y sombras. Basta con ver cómo este verano se ha tratado el asunto de Nico Williams en el mercado y cómo la afición athleticzale se sintió Unique in the world, como su equipo, al ver la decisión final. Vendrán otra vez y veremos, pero de momento nos da un respiro el hecho de que alguien prefiera quedarse en casa, con los suyos. Con usted o conmigo.

Los clubes, en su afán de ganar títulos y llenar estadios, olvidan que detrás de cada jugador hay una historia, un sacrificio, una vida. Se olvidan de que el fútbol es, o al menos debería ser, un juego de equipo, donde la camaradería y el respeto son tan importantes como el talento individual. Pero en este mercado, el individualismo reina. Los jugadores son empujados a convertirse en marcas, en iconos, en figuras que deben venderse a sí mismas, mientras el verdadero espíritu del juego se desvanece.

Estas son las nuevas reglas, dejemos de lamentos que solo sirven de desahogo para quien esto escribe. Ahora sacamos pecho como lo hacían aquellos tratantes del siglo XIX. Mi cuerda de presos vale un potosí, el equipo se coloca quinto en el ranking de estimaciones de precio mientras los agentes, esos intermediarios que se mueven en las sombras, como sombras mismas que se pronuncian un par de palabras bien elegidas, y cambian el destino de un jugador, llevándolo de un club a otro, de un país a otro, sin importar el costo emocional. De un jugador y de un club que ve cómo sus ilusiones engordan o saltan por los aires.