HAN pasado diecisiete meses desde que en febrero del pasado año el recibimiento en Andoain a dos presos que habían cumplido condena y la presencia ante ese acto de miembros y dirigentes del PP que protestaban por su celebración centrase el debate político. Y casi año y medio después, vuelven a hacerlo los realizados a José Javier Zabaleta Elosegi, Baldo, en Hernani, y a Xabier Ugarte, en Oñati, el pasado fin de semana. Como si nada se hubiese avanzado en la normalización de nuestro país en este tiempo. Esa sensación, sin embargo, no logra ocultar la realidad. La ciudadanía vasca ya hace mucho que ha salido de la espiral con la que unos y otros se han venido retroalimentando con el fin de sujetar y amalgamar a sus respectivos sectores ideológicos. Ni siquiera se trata de una supuesta confrontación de derechos -el de reacoger en la sociedad a quien ya ha expiado legalmente sus culpas, por un lado; el de las víctimas de sus crímenes a ser protegidas en su dolor y desasosiego, por otro- por cuanto el primero se desvirtúa si es utilizado como pretexto de la cohesión partidaria, para lo que necesita una cierta exhibición pública, mientras ignora no solo la evolución de la sociedad vasca, también los fundamentales principios éticos, y el sentido de la lógica y la proporción, que exige el amparo del segundo al que, por cierto, el liderazgo de la izquierda abertzale ha expresado un respeto que se traiciona con estos actos y actitudes. Al mismo tiempo, el derecho a la protección de las víctimas, partiendo de la base de que no admite resquicio alguno de duda y debe ser observado en su integridad, se manifiesta más rotundo exento de la contaminación política interesada con que lo esgrimen algunos representantes políticos cuyo discurso parece retenido en otra época; hasta el punto de mostrar en algunos casos menos ponderación y juicio que aquellos que más directamente se han visto golpeados por la violencia y su amenaza. Porque no se trata de pasar página, sino precisamente de todo lo contrario, de no convertir la pugna por el relato en pretexto para prolongar la tensión que la inmensa mayoría de la sociedad vasca ha pretendido desterrar. Porque normalizar la convivencia no admite hacer exhibición pública ni proyectar el reconocimiento de quienes violentaron los principios éticos y prácticos de esa convivencia.