No por tópico deja de ser verdad eso de que la primera víctima de una guerra es la verdad. Los dos episodios bélicos contemporáneos, Ucrania y Oriente Próximo, certifican la inmensa dificultad para certificar la veracidad de la deshumanización del otro, la interpretación de la realidad condicionada a los propios intereses geopolíticos o económicos. No obstante, los hechos, en sí mismos, están bastante claros: por una parte, un ataque despiadado y por sorpresa de Hamás, facción extremista que se arroga la representación palestina, que causa 1.400 víctimas mortales y dos centenares de personas secuestradas; por la otra, una respuesta absolutamente desproporcionada del Gobierno israelí de tal envergadura que está arrasando todo rastro de infraestructura habitable y masacrando a la población civil en la franja de Gaza. La cifra de víctimas, y de ello no parece haber duda, es notoriamente superior a las bajas causadas por Hamás. Posiblemente será inútil, pero deberían tenerse en cuenta la carga de desesperación –y fanatismo– de los militantes palestinos, y la tradición –y fanatismo, también– de la talmúdica Ley del Talión, el ojo por ojo y diente por diente interpretado como una respuesta justiciera del daño recibido. Que el ataque de Hamás fuera despiadado y que la respuesta de Israel haya sido desproporcionada, eso queda ya a merced de interpretación parcial y está claro que una interpretación invalida a la otra.

A los hechos aterradores que se desencadenaron tras el ataque de Hamás, hemos podido comprobar cómo de salida y con Israel en estado de alarma, fueron las estrategias geopolíticas las que interpretaron los acontecimientos desde los propios intereses. Estados Unidos, Unión Europea y todo su ámbito de influencia se desparramaron en condenas a Hamás por su ataque, condena basada fundamentalmente en el carácter terrorista de esa organización. Sin apoyar, abiertamente al menos, la actuación letal del grupo extremista palestino, países y gobiernos ajenos a los intereses estratégicos de Occidente incidieron en el reproche a la crueldad indiscriminada de la respuesta del Gobierno de Netanyahu. Pasados los días y radicalizándose la situación, son tan evidentes las pruebas de indefensión de los palestinos, tan extremas las acometidas bélicas de Israel, que para el veredicto internacional la opción está entre el derecho de Israel a defenderse de una agresión injusta y grave, y el riesgo de genocidio contra un pueblo condenado al confinamiento después de haber sido ya condenado al exilio.

Durante décadas hemos padecido aquí, en nuestra tierra, el menosprecio de la equidistancia: o se está con las víctimas, o se está con los terroristas. No existe más violencia que la de ellos, ni existen más víctimas que las mías. Condenar a ETA y condenar también la tortura y los abusos policiales ha sido deambular en tierra de nadie. Han sido demasiados años vilipendiando la equidistancia, y ello a pesar de haberse comprobado de sobra que el posicionamiento de blanco o negro, conmigo o contra mí, iba en función y beneficio de intereses y estrategias políticas. Por mi parte, tengo que confesar que, en este horror que asola Palestina, no puedo ser equidistante por una razón tan simple, tan evidente, como que quienes tienen mucho más que perder –y sufrir– son los más débiles.