Me podrán llamar ingenuo o, de modo más grosero y en desuso, carroza, pero hubo un tiempo en el que creía, y así lo aprendí, que el ejercicio de la política era la defensa de unas ideas y unos valores que se plasmaban en un programa que confrontaba con otros diferentes. Por supuesto, había tensión en esa confrontación, había pasión también, pero se imponían las normas de la convivencia. Es también justo reconocer que en ocasiones la pasión –o la ambición– desembocaba en falta de respeto que dentro de un ambiente político aún respirable ya chirriaba.

El paso del tiempo y la cruda ambición de poder han arrinconado el buenismo y a día de hoy es cierto constatar que con demasiada frecuencia el ejercicio de la política se desempeña con odio y desde el odio. El adversario es enemigo, y al enemigo hay que destruirle. Los profesionales de la política han elevado el tono de manera desbocada, en público y aun en las más solemnes sesiones parlamentarias. El insulto, el exabrupto, el abucheo, son la banda sonora del hemiciclo. Esa crispación se traslada a los medios, a las redes sociales y al público en general, de forma que el odio, el menosprecio y la injuria se consideran actitudes normales.

La política del odio y desde el odio lleva no solo a desacreditar al adversario sino a despreciarle e incluso a agredirle. De eso, del odio, sabemos mucho aquí después de cinco décadas de violencia desatada, de fanatismo y de impunidad represora. Superada, por fin, la pura violencia, del odio al adversario sigue vigente el “a por ellos”, la profanación del panteón de Buesa, los escraches y los desafueros de todo tipo que partiendo de memes y fuck news esparcidos por las redes se expanden hasta las declaraciones de políticos amplificadas por los medios y las barras de bar.

Estamos asistiendo precisamente a una cruda expresión de la política del odio en el próximo Oriente. Extremistas palestinos y dirigentes israelíes no debaten, no confrontan, no dialogan, se asesinan entre ellos con un odio profundo, un odio medieval no a las ideologías sino a las personas, a las que se atribuye una maldad intrínseca que permite volcar sobre ellas toda clase de improperios. Y, si fuera preciso, como se comprueba, violencia armada.

Pinta mal este estilo de pasar de la discrepancia al odio. Porque si sale gratis acusar al adversario político de terrorista, fascista, sectario, demagogo, radical, rompepatrias o, si me apuran, moro mierda o maricón (que también), si toda esta provocación se practica con total impunidad, el resultado final puede ser la aniquilación del otro.

En ese ánimo de odio y aniquilación están actuando, arrasando, los terroristas de Hamás y las tropas exaltadas de Netanyahu. En ese mismo ánimo de odio e intolerancia aunque, de momento, no tienen más capacidad de violencia que el improperio y el insulto, están los provocadores del abucheo a Pedro Sánchez. En el nombre de España, claro.