Como era de esperar, el designado por el rey para ser investido presidente naufragó en su doble intento por si caía la breva de algún tránsfuga. No hubo tamayazo y al aspirante Alberto Núñez Feijóo no le quedó más consuelo que los aplausos de su bancada, aunque en esa tropa nunca se sabe en qué momento afilan los cuchillos y le empaquetan para Galicia a reponerse del mal trago. Llega ahora el momento de Pedro Sánchez, el agazapado durante la tormenta parlamentaria, a quien Felipe VI se supone encargará intentarlo.

La realidad electoral dejó claro que son –somos– mayoría quienes desean un Gobierno de progreso o, al menos, quienes rechazan absolutamente que la derecha extrema y la extrema derecha se hagan con el poder. Está también claro que, para que esto sea una realidad, Pedro Sánchez y su nuevo PSOE se las tienen que componer con todo un abanico de formaciones políticas que van desde el neomarxismo y la socialdemocracia hasta el centro derecha, incluyendo en la amalgama a autonomistas, nacionalistas e independentistas. Ya de salida, lograr esta aleación es complicado, pero el resistente Sánchez ya lo fue resolviendo, a su manera, en la legislatura pasada. Pero la cosa se ha complicado hasta el límite ahora, cuando la responsabilidad de compactar el bloque depende de un partido como Junts per Catalunya, que hasta ahora no entraba en la ecuación y que, para que no le falte de nada a la estabilidad del bloque progresista, tiene las derivadas de la figura de su líder exiliado –“prófugo”, para la derecha– Carles Puigdemont y, por otro lado, su pelea electoral con ERC a ver quién la tiene más larga.

No cabe duda de que los nacionalistas vascos y gallegos van a plantear sus reivindicaciones para sacar adelante el proyecto de Sánchez, pero sospecho que serán más discretos en la negociación. Y es que, en unos acuerdos que se supone debieran ser prudentes y reservados, desde el minuto uno se ha puesto en marcha la trompetería. La verdad, esta falta de discreción y el incontinente maximalismo en las condiciones para apoyar una solución progresista inquietan a mucha gente que apostó por repetir el acuerdo que desplazó a la derecha del poder. Provoca vértigo que se demande como condición previa una ley de amnistía que ha puesto de los nervios a la derecha política y mediática y sacado del letargo a los jarrones chinos. Vértigo que no cesa cuando salen en catarata el resto de reivindicaciones históricas del procés: el referéndum, la autodeterminación y la independencia.

No lo va a tener fácil Pedro Sánchez, y menos aún cuando se le demandan unas exigencias que, como se verá, no va a poder cumplir. La experiencia de 2017 y la represión sobre el independentismo catalán inducen inexorablemente a la melancolía. Por pedir que no quede, pero por más maestría en el malabarismo que haya acreditado Sánchez, o volverá a engañar, o las negociaciones tan interminables como enigmáticas quedarán en nada. O se repitan las elecciones y vaya todo este teatrillo a tomar por saco.