Jordi Évole es un ochomilista. Después de alcanzar las más altas cumbres ya no puede bajar. Nadie va del Everest al Pagasarri. Tras sentar al Papa, a Maduro y a quienes tienen mucho que decir, aunque no sean los más simpáticos, anda detrás del emérito para una entrevista que al exrey de España le convendría para reivindicarse ante los españoles y al catalán le vendría de perlas en su ascenso imparable. En esta escalada se fue a México a hablar con Miguel Bosé, una de esas estrellas estrelladas que fue mucho en el espectáculo y que hoy no pasa de ser un viejo recuerdo y una tragedia personal, pero a quien la pandemia ha otorgado un papel estelar como negacionista. Por esto último más que por su pasado, Bosé era una cima para Évole.

En dos domingos y ante una audiencia de casi tres millones por cada sesión nos ha mostrado al personaje dentro del género patético, ese tipo de relato en el que el ser humano se despedaza sin rubor ante la gente y el show es su sufrimiento. Y no por la historia de sus excesos, que ya conocíamos, sino por el discurso de sus frustraciones, mezcla de drama familiar y deterioro mental que ha reconducido hacia la negación boba del virus que asola el mundo. Los negacionistas no están locos, no: solo tienen un miedo insuperable, al que añaden un narcisismo aún mayor. Y de ahí, a la ira. En esa pose teatralizada, apenas sin voz, se ha quedado el hijo de Lucía y del torero. Lo niego todo, dice, como cantó Sabina.

Otra esperpéntica negacionista, Victoria Abril, ha sido práctica y se ha apuntado como concursante a MasterChef Celebrity, donde coincidirá con nuestro Julian Iantzi. La almodovariana actriz cree que es mejor hacer tortillas en la tele que hacer el ridículo en la pandemia. TVE fue siempre objeto de recompensa. Juan Carlos I agenciaba a sus amantes un programa en la cadena estatal.