N algún lugar del mundo, ahora mismo, se están escribiendo los guiones de los que saldrán grandes películas y series sobre la pandemia y sus consecuencias humanas y globales. Serán historias de médicos y de quienes tienen nuestra salud en sus manos y que, en estos instantes oscuros, son los héroes de una lucha contrarreloj por la vida y contra la muerte. Sí, siempre hubo relatos de galenos, enfermeras y quirófanos; pero esta vez contendrán más factor humano, con doctores que caen y se contagian en acto de servicio, vistos como luchadores contra un enemigo invisible y letal en las trincheras de la supervivencia.

La casualidad ha hecho que la tercera (¿y última?) temporada de The Good Doctor, que gira en torno de un joven cirujano autista y genial, terminara la semana pasada y que el episodio final fuese dramático, con la crisis provocada por el derrumbe de un edificio en la sísmica California y con víctimas entre los médicos. Cuando a muchas personas les alcanza el sufrimiento, los hospitales se convierten en el centro del universo. Es lo que ocurre hoy y de lo que tratarán las historias que ahora se imaginan los guionistas y que veremos en las pantallas en un año, de salvadores y salvados, de la épica que se ovaciona cada día a las ocho de la tarde en los balcones.

Esta realidad amenazante estimula que muchos niños y adolescentes estén deseando convertirse en hombres y mujeres de la medicina, la enfermería y la investigación. Y como habrá avalancha hacia las facultades, ya puede ir pensando la Universidad en abrir la limitación del numerus clausus y dar cabida a tanta vocación sobrevenida. Esos soñadores tardarán diez años en recorrer su camino, y la mayoría lo logrará. Por cierto, un candidato médico tendría hoy más posibilidades de ganar unas elecciones que un aspirante común; pero esa es otra historia.