TRAGICOMEDIA española ante 4 millones de telespectadores.

Primer día. El candidato apela a la épica de una segunda transición. Todo suena avanzado y justo, salvo por la muletilla “sin duda alguna”, mil veces dicha. A la tarde, el líder naranja -jadeante, hostil, maleducado- resume su bajeza calificando de banda a los partidos proclives a la investidura. Tras él, su socio de la ultraderecha resucita a Queipo de Llano con una arenga de odio. Y de noche, el becario hiela el hemiciclo con el enojo del crío privado de regalos. Entre sus señorías se certifican las razones con aplausos. Mucho ruido y aspavientos. Segundo día. Las minorías claman por la responsabilidad ante el presagio del desastre. El portavoz de los republicanos catalanes da la sorpresa con el mejor discurso de la sesión, brillante y cadencioso. Los vascos, que prefieren ir a por setas que a por Rolex, reconvierten la banda cítrica en una banda de mariachis. El triunfo del no pone fin al primer acto y cae el telón. Tercer día. En el entreacto y entre bambalinas, los negociadores entran y salen, se llaman pero no se escuchan, mercadean y el precio del sí sube a medida que las horas se agotan. Las artimañas toman el mando con filtraciones, órdagos y ultimátums. En el ambiente flota un ego superlativo y la inmadurez lo infecta todo. Hay desacuerdo en la izquierda y orgasmos múltiples en la derecha.

Cuarto día. En la fiesta de Santiago la discordia es tan densa que se puede cortar con cuchillo. El candidato y el becario se reprochan y culpan mutuamente. En la votación final son 155 noes frente a 124 síes. Para acrecentar su deterioro, el fallido acude a la frívola Telecinco para dar explicaciones a la ciudadanía en vez de hacerlo en la cadena pública. España entra en el club de las oportunidades perdidas y yo me pido asilo en la embajada de Noruega.