A queda menos, prácticamente nada después de tanto tiempo de espera, pero las horas que nos separan de la final vasca pasan lentas, demasiado para cosa buena. La cabeza elucubra sin descanso en torno a lo que ocurrirá el sábado en La Cartuja, mientras los equipos se refugian en sus centros de trabajo y asistimos a una cascada de opiniones a cargo de los protagonistas de ahora y de antes, personajes referenciales de ambos clubes que desgranan sus impresiones a partir de experiencias vividas que en ningún caso son homologables porque versan sobre un partido que jamás se ha disputado. Se trata de aproximaciones de relativo valor, pero son un ingrediente que nunca ha faltado en vísperas de una cita cumbre y cuya relevancia acaso sea superior a lo habitual porque compensa de algún modo la limitada participación que la pandemia ha impuesto a los aficionados. Consumir reflexiones, cálculos, análisis de variada profundidad, sensaciones, pálpitos y deseos de jugadores, técnicos y dirigentes en activo o ya retirados, se convierte en un recurso útil para meterse de lleno en harina.

En general, prevalece un tono prudente en lo que se escucha a ambos lados de la autopista. Hay respeto mutuo, es lógico. La final del día 3 no tiene favorito. Por mucho que se indague en las virtudes y defectos del Athletic y de la Real Sociedad, la conclusión nos sitúa ante un duelo abierto, donde de entrada a ninguno de los contendientes cabe negarle opciones de éxito. Sería la principal diferencia con respecto a la final del 17, que llegará con el pronóstico inclinado hacia el Barcelona. Incluso en el supuesto de que el Athletic se proclame vencedor a costa de la Real, el club catalán se ha hecho acreedor a esa consideración preferencial por el nivel de eficacia que viene ofreciendo desde hace semanas, sin duda intimidante.

En teoría -solo en teoría porque el fútbol a menudo no atiende a razones-, el equilibrio se circunscribe al choque de este sábado. Asumir de antemano esa igualdad significa que si la ilusión está legitimada, el temor está asimismo justificado. Y curiosamente, en la calle se palpa que lo segundo le ha ido comiendo terreno a lo primero. No únicamente en el entorno del Athletic, sino que también en el de la Real crece el escepticismo. Por supuesto que se confía en que los futbolistas echarán el resto en su afán por colmar a las aficiones, pero al fin y al cabo, pese al distinguido envoltorio del partido, es un derbi; o sea, el paradigma de lo imprevisible, tal como nos alecciona la historia.

Cuando Athletic y Real se ven las caras, lo primero que sale a colación es que todo es posible; trayectorias, clasificación, antecedentes y demás factores que se ponen sobre la mesa para calibrar las probabilidades de uno y otro, carecen de peso. Si el derbi suele estar por encima de datos y estadísticas, ¿por qué iba a ser diferente el próximo? Que haya un título en juego es la novedad, pero cómo predecir el influjo de un factor de dimensión tan singular precisamente en un derbi. Más allá de admitir que impide que el asunto se solvente con un empate, poca cosa se puede añadir. Seguramente, las reservas que están arraigando en el ánimo de los seguidores obedecen a esta realidad: uno a la fuerza va a ganar, el otro a la fuerza perderá. El consuelo del punto no tiene cabida cuando se elige campeón.

En estas condiciones el miedo de la gente es libre, el miedo a perder quiere decirse. No debería afectar a los protagonistas, si bien no se descarta que aflore sobre la marcha en función del desarrollo del juego y de los movimientos que se registren en el marcador, o si el resultado inicial permanece con el cronómetro muy avanzado. En fin, son humanos y van a presentarse en Sevilla con una carga de tensión muy elevada por culpa del montón de meses que han transcurrido desde que se proclamaron finalistas. Las vueltas que no le habrán dado al tema. Y tanto para el Athletic como para la Real es su gran oportunidad de catar la gloria. La bala de la segunda final no cuenta desde la óptica rojiblanca, porque la primera es más asequible y en ella han de concentrarse. En la recámara txuri-urdin no hay segunda bala.