SHANGHÁI, 24 millones de habitantes, la ciudad más grande de China, uno de los motores principales de su economía y una de las mayores urbes del mundo. Allí, en el bullicio, los europeos encontramos arquitecturas reconocibles, restos de un pasado colonial aun reciente. Mágica, llena de historia, quien llega por primera vez añora haberla conocido mucho tiempo atrás. Pero la misma sensación nos invade en otras tantas ciudades de cada continente en las que la modernidad entierra su esencia.

Es difícil entender el modo en que el gigante asiático funciona como un reloj suizo. Puede que allí sea más probable que aquí, por ejemplo, recuperar el móvil olvidado en un taxi, o que en media hora cualquier objeto comprado en internet llegue a la puerta de casa en manos de un sonriente motorista.

China es para nosotros un continente a descubrir, difícil de entender. Pero algunos elementos de la aplastante lógica en la que se basa su funcionamiento son bien simples. Pronto se aprende, por ejemplo, que el prestigio de la universidad en que uno cursa sus estudios es importante de cara al futuro y que acceder a una de ellas es, por tanto, el objetivo de la mayoría de los alumnos.

Cada año, en junio, casi diez millones de jóvenes chinos se enfrentan al gaokao, la selectividad más exigente del planeta, según dicen algunos expertos. Dos días, cuatro pruebas de tres horas de chino, inglés y matemáticas, además de una optativa a elegir entre Ciencias y Humanidades. El preciado objetivo es conseguir el ingreso en alguna de las más prestigiosas universidades del país.

Nada, ni siquiera los desastres naturales, están allí sometidos por completo al azar y en el ámbito de la educación superior las clasificaciones pesan y los jóvenes y sus familias lo saben. Las posibilidades de conseguir un buen empleo, la proyección y recorrido de la carrera profesional y lo que ello conlleva, en términos de acceso a la vivienda, a la salud y en general el bienestar, están muy correlacionados con los resultados que se obtienen en esa prueba.

El diseño de la misma refleja los pilares en los que se fundamenta su educación: chino, inglés y matemáticas.

Recíprocamente, las universidades se interesan también, obviamente, por atraer a los mejores alumnos, que constituyen su mejor inversión de cara al futuro.

En el gran abanico de universidades que pueblan Shanghái, la de Fudan y la de Jia Tong, fundadas en 1905 y en 1896 respectivamente, son las dos de mayor tradición, de las más destacadas en China y bien conocidas internacionalmente.

Desde hace un tiempo, cada verano, Shanghái toca a la puerta de nuestra prensa, que se hace eco del conocido ranking de Shanghái, cuya denominación precisa es ARWU (Academic Ranking of World Universities, Ranking Académico Mundial de Universidades). Impulsado inicialmente por la propia Universidad Jiao Tong en 2003 y desde 2009 a cargo de la consultora Shanghái Ranking Consultancy, es hoy, sin duda, uno de los más influyentes, además de Times o QS.

China no ha perdido la oportunidad de establecer su liderazgo en el mundo universitario. Y no sólo sus universidades escalan posiciones en todas las clasificaciones sino que, a través de este estudio anual, son ellos los que emiten uno de los veredictos más influyentes.

Hasta hace poco, nunca pensamos que esas clasificaciones fueran necesarias. Pero llegaron para quedarse.

Últimamente, las noticias en España a este respecto son más bien sombrías. El año pasado, sin ir más lejos, ninguna universidad española estaba entre las doscientas primeras, aunque sí lo hacía la de Lisboa. Este año, de nuevo, la Universidad de Barcelona (UB) entra muy meritoriamente en ese grupo de cabeza. Por puro realismo prestamos especial atención a las 200 y no a las 100 primeras, pues es a lo que desde aquí se puede aspirar y donde este año entramos por los pelos, aunque sea a través de la UB, con una sola institución de las docenas que pueblan el arcoíris universitario del Estado. Cuando se trata de salvar los muebles, vale también el mobiliario catalán.

Nadie aquí aspira, por el momento, a estar entre las cien primeras. Hay muchas razones para ello. No son tiempos de políticas universitarias innovadoras, pues apenas hay gobierno que se ocupe del asunto. Y aunque las comunidades autónomas tienen mucho margen a la hora de financiarlas y gestionarlas, tampoco en el ámbito autonómico la última década ha sido globalmente beneficiosa.

Se han hecho informes, se ha debatido en paneles, en cursos de verano, y se han escrito infinidad de artículos al respecto. Pero siguen sin vislumbrarse signos de que las cosas vayan a cambiar. Todo lo contrario. Mientras, muchos de nuestros mejores académicos buscan un refugio extranjero. ¡Qué remedio!

Puede que, en el fondo, el asunto no interese demasiado. De hecho, cincuenta años atrás apenas había universidades y a pesar de ello muchos conseguían acceder a ellas. Hoy prácticamente cada provincia tiene la suya, si no varias, y la enseñanza universitaria está prácticamente universalizada. No hay pues razón para el alarmismo. Pero aquellos que crean que estos rankings tienen cierta importancia, aunque solo sea por puro patriotismo, habrán reparado en lo mejorables que son los recurrentes resultados.

Analizando los de este año es difícil sacar conclusiones sobre lo que está pasando, aunque es obvio que no hay razones para la celebración. Basta mirar la tendencia de las trece universidades españolas entre las quinientas primeras, para constatar que unas suben y otras bajan. No se puede hablar pues de tendencia a la mejoría. A ello contribuyen un marco legal que necesita una profunda revisión, la escasa financiación y el que buena parte de las plantillas que en su día contribuyeron, hace cuarenta años, al resurgir de la universidad española, se esté ahora jubilando sin que haya mecanismos de relevo suficientes.

Pero esos parámetros objetivos, que sin duda influyen, no lo son todo. Euskadi se distingue en España por su fuerte inversión en Ciencia y Universidades y, sin embargo, la única universidad vasca entre las 500 primeras, la UPV/EHU, pierde este año casi cien posiciones. No es, pues, sólo cuestión de dinero. Puede que el epicentro de la explicación de la dinámica insatisfactoria en que vivimos sea más profundo. El presidente del Consejo de Rectores (CRUE), y rector de la Universidad de Córdoba, el profesor José Carlos Gómez Villamandos, puso el dedo en la llaga al declarar este verano: “Hay que ser conscientes de nuestra idiosincrasia, la picaresca española”.

Podríamos inspirarnos en ejemplos como el de la profesora Louise Richardson, todo un antídoto ante la tentación de sucumbir al síndrome del Lazarillo de Tormes. Nacida irlandesa, con una carrera personal y profesional brillante, ha sido la primera mujer en ser nombrada vice-canciller (rectora) de la prestigiosa Universidad de Oxford, explosionando así un techo de cristal, forjado en el vidrio más duro, que ha resistido casi mil años. Ella lo tiene claro cuando dice, a cuenta de la fuga de talentos que el Brexit provoca: “La excelencia de una universidad la hace la excelencia de sus académicos”.

Es posible, pues, que todo sea más simple y que esos rankings internacionales, siempre mejorables y discutibles, detecten bien el sutil tufo que desprende el efecto Lazarillo.

Hay grandes países y culturas que pueden jugar a los dados, como ocurre con la hispanohablante. La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), una de las mayores del mundo de habla hispana, se coloca inmediatamente por detrás de la UB. Globalmente, la universidad de la lengua de Cervantes saldrá adelante holgadamente, aunque lleve su tiempo, y será influyente a escala mundial.

Otras culturas, como la vasca, difícilmente pueden esperar a que instituciones de otros lares vengan a ayudarnos a impulsar un navío del que somos dueños.

Tal vez haya que elegir entre el modelo Lazarillo y el modelo Richardson.