INGUNO de ellos o de ellas habrán resuelto su vida para siempre pero las mejoras en el piso son considerables, de eso no cabe duda. Les hablo de los hombres y mujeres de Basauri (o de cualquier otra latitud que tuvo el buen ojo de estar de paso en el momento oportuno...) que fueron afortunados con la lotería más jugada del año. El segundo premio se detuvo a sus pies en ese tempestuoso día del sorteo, y hoy, pasada la marejada de las cifras, es cuestión curiosa acercarse a la costa para ver las consecuencias que dejó tras de sí la marea.

La primera recomendación es una: rindan pleitesía a la diosa fortuna que, caprichosa como una diva o una rockstar, rara vez se detiene a tu lado. Recuerdo ahora que un viejo refrán yiddish decía algo así como "cuando la fortuna llame a tu puerta, ofrécele una silla". Bien, imaginen ahora a Basauri como una estampa de los años cincuenta del pasado siglo, con un sinfín de portales sembrados con las sillas de mimbre o de enea de los vecinos. Ahí se jugaba la vida por aquel entonces. Hoy se ha perdido esa vieja costumbre y el vecino, en no pocas ocasiones, es perfecto: un perfecto desconocido.

La suerte es una misteriosa circunstancia de origen desconocido. No sabemos de dónde viene ni cómo se va. Ahora que hemos averiguado sobre qué hombros se ha posado sí podemos desearles suerte. ¿Acaso no conocemos un puñado de ejemplos de gente a la que la lluvia de dinero imprevisto les encogió o les agrandó? Ojalá no se pierda ni uno solo de los soldados de la buena gente en el camino hacia la riqueza y ojalá que sólo llueva el café de la alegría en el campo. No siempre ocurre, una vez pasada la euforia.

En cierta ocasión leí que hay gente que, tocada por la varita mágica de la fortuna, se idiotiza; que si tuvieran la piedra filosofal en casa a la piedra le faltaría el filósofo. No se trata ahora de señalar a nadie ni de pregonar que Basauri es peor que ninguna otra comunidad, ni siquiera la que habita en mi propia casa. Habrá de todo. Lo que sí sería de agradecer es que, una vez hecho el camino de la tranquilidad económica (ya se sabe que la escasez de dinero alborota los nervios a cualquiera...), nadie pierda el oremus. Lo ideal sería que ese dinero resolviese la vida a más de uno y ayudase en la travesía de muchos otros. Al fin y al cabo, a nada que uno se detenga a pensarlo bien, descubrirá que una de las grandes riquezas de la fortuna es la felicidad de compartirla.