N los viejos tiempos, cuando la tecnología no había invadido aún nuestras vidas como la hiedra, septiembre era un mes que olía a tiza. En los colegios y en las universidades se desempolvaban las pizarras y en la atmósfera se respiraba un aire de fragancias de la cocina china: agridulce. Por un lado, los estudiantes celebraban el reencuentro con los compañeros de promoción y por otro fruncían el sueño cuando sus agendas, cerradas a cal y canto durante todo el verano, comenzaban a llenarse de horas de estudio y trabajos con fecha de entrega fija. En esa dicotomía nos movíamos los estudiantes de entonces y en esa misma se mueven los de hoy. Eso sí, ya no huele a tiza.

Han venido a mi memoria aquellos días que, con el paso del tiempo, se aparecen como algunos de los más felices de nuestras vidas. Es cierto que si alguien me escucha en vísperas de un examen crucial puede acordarse de todo mi árbol genealógico, pero una mirada panorámica, tamizada por el paso del tiempo, nos revela que en pocas ocasiones siente uno la plenitud de aquellos días de juventud. Hoy, cuando la actualidad pone ante nuestros ojos el trepidante paso al que avanza la nueva ley educativa que se adelanta y la llegada, a la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), de un alumnado internacional, procedente de todas las latitudes, basta con cerrar los ojos para recordar aquellos días. ¿Qué será de aquel compañero que era un as en matemáticas o de aquel otro que nos dejó boquiabiertos con aquella redacción? ¿Y de la compañera de Facultad que escribía poesías eróticas mientras los más audaces soñaban con cambiar el mundo en la cafetería de la Universidad? ¿Hemos llegado a tanto cuanto soñábamos o lo hemos sobrepasado? Eran días en los que soñábamos un porvenir. Si no lo han alcanzado, no desesperen. Siempre es posible intentarlo de nuevo.