O hay ningún placer ni pecado alguno, por exquisitos que sean, mayor que el aire acondicionado, defensor de todos los sofocos que nos asfixian en este inicio de mes que trajo consigo y con retraso todos los calores del verano. Viene al caso esta reflexión ahora que septiembre, en su tradición de actor transformista, ha optado por disfrazarse de sol abrasador. Oye uno en la calle una retahíla de juramentos e imprecaciones por aquello de haberse vivido un agosto de vacaciones corto de playas y de soles y un regreso a la oficina en el que cantan las chicharras. Es como si la climatología ejerciese de duro y severo jefe de sección, uno de esos cabrones de siete leguas que no dan respiro.

Quien ya gasta cierta edad bien sabe que días así, de tan altas temperaturas, convierten a Bilbao en una sucursal de la jefatura de los infiernos. Aunque sea una ciudad cosmopolita y urbana, Bilbao guarda en su interior alguna sabiduría del campo y bien sabe que por San Miguel (a finales de septiembre, ya lo saben...), los higos son miel. Tres o cuatro días más así y se harán puré.

Que este es un mes revuelto es cosa bien sabida. Así que lo mismo están leyendo esta columna del regreso y lo mismo han de guarecerse de una tormenta caudalosa y les da por pensar sobre los desvaríos del columnista. No sería extraño, habida cuenta que llega uno a este balcón de papel tras la dura travesía del peor verano de su vida. No por nada, acompañé a mi madre en el duro camino de salida de la vida y experiencias así, tan retorcidas y dolorosas, marcan para siempre, por mucho que tenga buen cartel el gesto de esta compañía hasta la última hora. Ya no leerá estas distracciones ni llamará, a media mañana, para decirme que sí, que le gustó. O que no, que qué me ha pasado para escribir algo así. Ya no hará tantas y tantas otras junto a mí que tengo la sensación de que esa humedad que me empapa al escribir no es un torrente de sudor sino un mar de lágrimas.