E manejaron con tanta soltura y decoro aquellos primeros días en los que las vacunas vieron la luz (llegaron primero a los países que más pronto y mejor pagaban, se perdieron por el camino un puñado de contratas, se organizó un guirigay sobre cuál era la más eficaz y la más peligrosa y asuntos así...) que uno diría que transitaban por el mundo con patente de corso. Permítanme recordarles qué se esconde tras esa expresión. La patente de corso era un documento entregado por las autoridades de un territorio, por el cual el propietario de un navío, en no pocas ocasiones, hombres de asalto, tenía permiso de la autoridad para atacar barcos y poblaciones de naciones enemigas. De esta forma el propietario se convertía en parte de la marina del país o la ciudad expendedora y esta se hacía con una flota de corsarios lavándose la manos, recordando a quien le acusase de barrabás que aquellos eran pájaros libres, nada que ver con la corona.

Las vacunas que tantas vidas salvan hoy están protegidas por una patente, el matasellos que acredita de quién es la propiedad de cada dosis y, por extensión, quién puede poner el precio. Países y naciones desarrolladas, lo que se conoce como primer mundo, tienen acceso a esta medicación. Otro cantar bien distinto ocurre con los países más pobres de la tierra, sin acceso a una cantidad de dosis que aplaque la epidemia en su frontera. En ellas pensó Joe Biden cuando hace apenas unos días lanzó el guante: hay que liberalizar las patentes de la vacunas para hacerlas universales. Es una petición a todas luces justa, habida cuenta que la salud es, ha de ser, un tesoro para todos los pueblos de la tierra. Ponerle precio es de corsarios, no lo duden.