L trabajo y la maternidad, he ahí las dos cruces que marcan este fin de semana entrante, señalándolo como uno de los extraordinarios del año. No faltan voces críticas sobre estas celebraciones a tiro fijo. Es incluso probable que estén bien cebadas con la pólvora de la razón. Que el trabajo pueda festejarse (o maldecirse...) otro día diferente al 1 de mayo. O que tu madre, la de cada cual, merezca cariño y bendiciones los 365 días del año en lo que le quede de vida. Es verdad que las fiestas a plazo fijo acaban siempre por deslavarse, como una de esas camisetas viejas que, sí, las tienes cariño, pero que no tienen uso alguno.

Este discurso tendría más valor más allá en situaciones regulares, muy distintas del momento extraordinario que nos toca vivir ahora. ¿Sabemos qué futuro nos depara a la vuelta de la esquina? No. El cálculo se antoja un imposible. Es por ello que merece la pena conceder a estos dos días una bula especial: que veamos el trabajo nuestro de cada día como un bendición, siquiera para honrar a quienes sufren por su ausencia, y que miremos a nuestra madre con ojos especiales, siquiera para que ella tenga un testimonio directo de algo que bien pudiera imaginarse. Por supuesto, cada uno es libre de sentirlo como le plazca. Yo se lo comento por si acaso, no sea que pasado mañana tengamos motivos para arrepentirnos por no haberlo brindado.

Es bueno y necesario hacer las cosas como uno las siente, sí. Pero también dejar algunas pistas a otros mundos que nos precederán. Dejar huella, digo, para que la nueva humanidad de entonces, de cuando sea, sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad.