EN el pasado y a lo largo de casi toda la historia humana, la principal amenaza para la supervivencia humana fue la naturaleza, hasta que, creyéndola dominada, pensamos que el choque de civilizaciones e intereses se convirtió en una suerte de Cruella de Vil mirando con los ojos de la ambición a una camada de dálmatas. Impulsando las fortalezas de cada pueblo y corrigiendo sus debilidades (o cuanto menos, ocultándolas...), conquistaron parcelas de bienestar y herramientas para el progreso. Esa era, hasta hace bien poco, la crónica del último siglo y medio de nuestra supervivencia.

Y digo "era" porque la naturaleza no da su brazo a torcer con facilidad. Como uno de esos ríos canalizados durante décadas que un buen día rompen las presas y diques que los contienen y reclaman su territorio, la naturaleza desatada, si no damos pábulo a las teorías que hablan de conspiraciones de laboratorio, demuestra el peso de su ley salvaje. Oyendo ayer a Unai Rementeria hablar sobre cómo Bizkaia mantiene firme su empeño en el progreso, cómo se aferra a nuevos proyectos, cómo gana comodidades a la vida o qué uso da a los recursos, se diría que todo sigue igual. Pero a cada paso fueron entrometiéndose en el discurso los efectos de la pandemia. Las tierras que se ganan para fortalecimiento de la salud, los créditos que han de flexibilizarse para mantener en pie proyectos que se tambaleaban, agentes que hoy necesitan coger más de la bolsa del reparto... Mirando con curiosidad, uno sospecha que es de nuevo la tierra (y algunas de las criaturas malignas que en ellas habitan...) la que marca el rumbo. Se ha llevado consigo miles de vidas y un puñado de esperanzas y sueños. Obliga al hombre, tan orgulloso de sus conquistas, a guarecerse ante su violencia desatada. Como ya nos dijo, tiempo ha, Félix Rodríguez de la Fuente, siguen en pie de guerra el hombre y la tierra.