UÉ poca cantidad nos queda ya de locura en el corazón, ese sentimiento que provoca que cada día sea distinto. Tanto han cambiado nuestras vidas que ahora hemos de cambiar incluso la fecha del día señalado para que uno se la juegue a cara y cruz en un quirófano. Primero perdimos la posibilidad de darnos besos y abrazos, de saludarnos al viejo estilo del piel con piel, y hemos acabado sin poder tomarnos el café de media tarde mirando al mar. La última, ya ven, es la del retraso del bisturí.

El prolongado cautiverio, la incertidumbre del mundo o el hábito de obedecer han resecado en nuestros corazones las semillas de la rebeldía. No hay simiente que nos alborote y nos dibuje una sonrisa, siquiera durante un cuarto de hora al día. Nos dicen que es la única solución posible para regatear a los castigos que conlleva esta pandemia pero, bien mirados, ¿acaso no son estos otras formas de castigos, una suerte de convalecencia en vida?

Los hospitales de hoy sobreviven tensos como cuerda de guitarra, nos han anunciado no pocas veces. Y ahora parece que ya flojean las cuerdas y solo se escucha un ¡ay! perpetuo desde la caja de resonancia. Tienen que pasar por los lutiers para que se reparen los más afectados y se aligere la carga. Para que todo suene bien de nuevo. Hagámoslo por los que sufren, nos piden. Y no les falta razón, habida cuenta que no hay persona que esté libre de ser alcanzado por el rayo. En carne propia o en la de sus allegados.

Uno entiende que es un duro trabajo de carpintería. Quienes están encargados de controlar esta vida en el alambre han de moldear la realidad, un material tan duro como la madera. No es fácil hacerlo sin que salgan callos en las manos, sin que una sierra te saje en un descuido. No les arriendo la ganancia. Pero tampoco es justificable que, en su desesperación por explicar el porqué de tanto contagio, el ralentí en el que se haya apresado el vehículo de salida, repitan una y otra vez que la ciudadanía se ha relajado con tanto tiempo de privaciones, que ya no se vive en las trincheras sino en la retaguardia. Son, somos, los mismos que nuestra inmensa mayoría nos cuadramos y obedecimos, que nos creímos que la vacuna era la panacea, mano de santo en un santiamén. Los mismos que sufrimos los muertos y el ERTE. Señalarnos con el dedo, sin un ápice de autocrítica, es de mala educación.