OMO en las viejas películas de saga, en las kilométricas telenovelas o en las más modernas series de Netflix, HBO o Amazon Prime, en las pantallas de nuestra vida ordinaria ha salido ese lema que tanto jode: To be continued. Es el viejo Continuará de antaño que le dejaba a uno con la miel en los labios, al asesino con la pistola cargada, a los amantes con el beso por dar y así en cualquier circunstancia, cortocircuito tras cortocircuito.

A la espera de que la gente que integra el LABI salga un día de la sala de reuniones con una sonrisa de oreja a oreja, desde algunos sectores recuerdan a El Cordobés de los años 60, pidiendo una oportunidad. Pero bien mirado, no es una oportunidad lo que necesitamos (y además, cada vez que han abierto la mano la sociedad, así, en común, ha cogido hasta el hombro...), sino otra cosa: la continuidad. Un plan de vida que nos permita saber a qué atenernos. Esa, insisto, es la necesidad, pero volverán a escucharse voces críticas, voces que se quejan y preguntan sobre dónde y cuándo podrá uno tomarse el café del respiro o el vino del desahogo, dónde y cuándo podrá salir uno de excursión o sentarse en la mesa de un txoko, dónde y cuándo podremos celebrar el reencuentro entre besos y abrazos.

El plan de vida, les decía. Eso es lo necesario. No una ruta de escape sino una alternativa para no tener que buscar, cada día, qué está prohibido y qué no; no andar midiéndolo todo. Eso es lo que queremos, lo que pedimos, lo que exigimos. El problema está en saber a quién. ¿Quién es el interlocutor que tiene el poder suficiente para dar esas concesiones? Porque si uno dice que son los políticos los señalados, que solo saben guardar la ropa y no se atreven a zambullirse y nadar, otros aseguran que es la comunidad científica la que no supo alertarnos y dar con la salida. Siempre el otro, como ven. Nunca yo.