S una poderosa rémora. Vista la cantidad y la calidad de las multas puestas, con el mal uso de la mascarilla (o el no empleo, en algunos casos...) como actriz principal y el botellón como actor estrella en el cuaderno de sanciones, en los últimos tiempos uno llega a una conclusión inevitable: la falta de ilustración de los parlanchines y los intransigentes, de los tontos de baba en sus diversas vertientes, dificulta una convivencia razonable. Como nos dijo el genial Quino que se nos fue por voz de Mafalda "ya que amarnos los unos a los otros no resulta, ¿por qué no probamos amarnos los otros a los unos?". Lo digo porque todo nace de la misma carencia: la falta de cariño por el prójimo.

La inmensa mayoría de la gente multada tenía un pensamiento extraño: ellos son invulnerables al virus. Y, sintiéndolo así, da la sensación de que les importa un carajo que no lo sean sus compatriotas. Quizás sea algo propio de nuestro tiempo, habida cuenta que triunfa una serie de Netflix, basada en los cómics de Garth Ennis y Darick Robertson, The boys, que se adentra en un universo donde los superhéroes son en realidad egoístas y vengativos. Un mundo inspirado más en los terribles dioses griegos que en los parámetros de Marvel. Aquí los protagonistas son también los villanos.

Lo dicho, uno tiene la sensación de que la gente marcada con el sambenito de "transgresor" o "transgresora" se siente impune. Que la historia en la que estamos inmersos, como en un mal cómic, es ajena a ellos. ¿Cómo que han de cargar con el peso de la mascarilla? ¿Por qué han de renunciar a su vida social si no transcurre en los bares sino en la dura piedra del suelo? Son preguntas que se hacen en su interior cuya respuesta expanden. Parece claro que las consecuencias les importa una higa. Que paguen si la multa es justa. Son superhéroes. No les dolerá.