ON el ancla sujeta al fondo del mar para evitar que la tempestad de la pandemia desguazase las velas de nuestra vida en común era necesario. Hacía falta que alguien lanzase un salvavidas desde el buque de rescate de los diversos gobiernos antes de que la mar se llenase de náufragos o, lo que es peor aún, de ahogados flotando sobre las aguas. ¿Será suficiente? Quién sabe. Lo que sí parece claro es que era justo y necesario. El boca a boca del auxilio económico proporciona una corriente de oxígeno sobre los bares y restaurantes que nos rodean, asfixiados por ese cierre que tanta alarma ha desatado.

No han apagado la luz de los locales, no. Se ha ensombrecido toda una forma de vida. Es probable que no hubiese otra forma de detener los contactos porque nosotros, la sociedad, no hemos sido capaces de encontrarnos sin juntarnos, sin tocarnos en los apretones de manos, los besos, los abrazos, las confidencias al oído o los cánticos en coro. Tampoco sabemos, al parecer, leer un periódico si no es en la barra de un bar, escuchar música y bailar si no es bajo techo y con estimulantes, ni hacer planes para mañana si no es alrededor de la cerveza de hoy. Era complicado romper con esa cadena de tradiciones, confiésenlo.

Pero más allá del empeño en buscar un culpable (el gobierno que no supo cómo, el gentío que no quiso y la hostelería que no pudo, no supo o no quiso ajustarse tallaron un retablo de Fuenteovejuna ...) este auxilio a la necesidad, sin entrar a juzgar su pertinencia o no, nos ha descubierto una realidad que, tan a la vista como estaba, no la vimos. Nos habíamos acostumbrado a vivir entre esas cuatro paredes hosteleras.

Vendrán ahora voces críticas -"es poco" o "porqué a ellos sí y a mí no", ya saben...- pero lo cierto es que hay donde agarrarse.