FUE toda una alegría, un bálsamo que restaña las heridas del alma, tan dolorosas como las del cuerpo en estos días encapotados. Medio año después de que el deporte escolar frenase su frenesí en seco hemos vuelto a ver a los más jóvenes enfrascados en el ejercicio físico y el entrenamiento, en el disfrute del espíritu de equipo y camaradería y en el sufrimiento, si es que en algún caso ha llegado, de las agujetas. Verles cómo reciben lecciones de vida sobre el parqué o en césped, en el agua de las piscinas o en el tartán de las pistas de atletismo equivale a realizar un viaje en el tiempo hacia las enseñanzas que recibimos en nuestra infancia, cuando aprendimos que los ganadores nunca se rinden y los que se rinden jamás ganan.

Son lecciones sin pizarra. El compañerismo que las adorna será, lo sabrán a otras edades, un argumento crucial para su vida a nada que lo aprovechen. Ellos no lo saben aún pero la secuela más nociva del deporte escolar proviene de un adulto: de esos progenitores que empujan a sus hijos hacia el estrellato, convencidos de que no ser el mejor equivale a ser un don nadie. Como los propios padres debiera decir, aunque no me gustaría romperle la magia a uno de estos pequeños que ven a sus padres como un ejemplo a imitar. Dejémoslo pasar.

Desde una perspectiva crítica, en el deporte escolar se reproducen los valores hegemónicos en la sociedad neoliberal, nos dijo Sage. Ya que se organiza y desarrolla de forma jerárquica, el entrenador impone su práctica a los jugadores; busca la eficacia y el rendimiento en la competición deportiva; discrimina a los menos capaces, etc. No llego a tanto. No soy capaz de juzgarlo así. Lo que sí contemplo con emoción es ver a los jóvenes jugando juntos, verles quedar para la merienda y hacerse amigos en un pase, en un regate, en un gol celebrado o sufrido. Lo otro, teorías.