A gripe común, durante tantos años conocida entre nosotros, es una vieja amiga que año tras año nos visita cada otoño con el firme propósito de atraparnos y alcanzarnos como una enfermedad de familia que se introduce en nuestros cuerpos como si fuese un mal que ha adquirido el hábito. No es una cualquiera sino una enfermedad que acostumbra a visitarnos con el cambio de clima e incluso por el cambio de cepa cuando muda su estructura y sus genes y es capaz de imponerse a las vacunas creadas para frenarles el paso. Es, como les he dicho, un mal de costumbres frente al que hay un hábito de defensa, pero el problema no es ese sino una posible mutación que, en el peor de los casos, puede aparecer en el transcurso de un repunte del covid-19 que con tanta fuerza ha impuesto su peligrosa ley en los último meses. Es tan consciente de la amenaza de que las dos cepas se den de bruces, ven con tanta claridad la gravedad del problema, que el Departamento vasco de Salud ha decidido reforzar la cobertura contra la gripe en tres colectivos clave; el personal sanitario y sociosanitario, los mayores de 65 años y el resto de población de riesgo: pacientes crónicos, embarazadas, etc. No quieren que haya un colapso de tráfico.

Es curioso pero basta con que uno entre, qué sé yo, en un bar cualquiera y estornude por mor de un mortal resfriado para que el resto de la parroquia le mire con cierta prevención y un nosequé de desprecio y alarma. Sucede en no pocas ocasiones desde que llegó el trepidante coronavirus que una buena parte de la ciudadanía no le echa la culpa a la mutante naturaleza sino a la despreocupada ciudadanía. A partir de esa realidad los culpables del contagio son los seres humanos y no las características propias de cada organismo. Y puestos en esa tesitura los portadores y portadoras de la gripe nuestra de cada día se han convertido en auténticos traficantes de virus, como si cada contagio fuese una papelina que le pasas a un menor de edad para intoxicarle hoy y para siempre.