ERÁ, en estos primeros días que se avecinan, condicional o vigilada pero al fin y al cabo será libertad, presa en los últimos meses con los grilletes de la cuarentena y víctima también, en ocasiones, de la idiotez de más de uno y de una. Es algo imposible de erradicar. En su defensa para un futuro, es curioso, nos quedamos en casa y alerta; nos recluimos en los monasterios laicos de nuestros hogares e impedimos que nos diese el aire en la cara con mascarillas protectoras. Cuando ayer el lehendakari Iñigo Urkullu hablaba de una inminente llegada de la nueva realidad si nada se tuerce a uno le vino a la memoria aquél cuadro. Les cuento cuál.

Se llama La Libertad guiando al pueblo y es una obra pintada por Eugène Delacroix en 1830 y conservada en el Museo del Louvre de París. Uno de los cuadros más famosos de la historia. Los intérpretes de la historia plasmada la describen de la siguiente manera: el espectador solo tiene dos posibilidades, el unirse a la masa, o el ser arrasado por ella. El pueblo es la unión de clases: se representa al burgués con su sombrero de copa y empuñando el fusil, al lado un andrajoso y un herido que pide clemencia. Al fondo aparecen brumas y humos de la batalla que diluyen un barrio bastante realista. A los pies de la Libertad un moribundo la mira fijamente indicándonos que va a morir sin alcanzarla. De alguna manera, nos evoca a estos días.

La historia, no obstante, tendrá un desenlace menos épico. La libertad nos lleva a los reencuentros y a los cambios de aire. Queremos ver otros cielos y bañarnos en otros mares; beber y comer en distintas compañías y pasear por diferentes paisajes. Al parecer, la libertad que hoy se anhela radica en esa variedad donde está el gusto. No han sido ese tiempo gris de posguerra ni esas horas negras de prisión. Pesaba la monotonía.