HA sido una de las noticias más rocambolescas del mes de junio: hubo un día de sol en el que cerca de 300 personas hollaron, tras una mutitudinaria ascensión por ambas vertientes, la nepalí y la tibetana, el techo del mundo, los 8.848 metros del Everest. ¿Lo recuerdan, verdad? El caminar de los aspirantes al cuarto de hora de gloria era penoso, con oxígeno inyectado en vena, rictus de sufrimiento, caras demacradas. Ni un ápice de felicidad: más bien parecían una triste cuerda de presos.

Ha vuelto la escena a mi memoria ahora que el censo ha revelado la multitud de convecinos que viven sin el oxígeno mecánico del ascensor, sin la ayuda del sherpa que siempre está para subir, qué sé yo, al tercero derecha. Basta con que un vecino de vivienda quiere llegar al quinto C y suba tras una persona de limitados recursos físicos -por edad, por salud, por condiciones...- para que se forme una caravana que recuerda, en menor escala, a la vivida entre las nieves.

Hecho ya el juego caricaturesco, dicho sea con perdón del maestro Asier Sanz, digamos que es de aplaudir cualquier ayuda que proceda de las gestiones de palacio para resolver las necesidades primarias del pueblo. Y no dejarse el aliento en la ascensión es una de ellas, una de las gordas.

Quienes pasan revista a los edificios necesitados hablan de la antigüedad de los cimiento o de la escalera, de las dificultades que sortean los vecinos y de las que han de sortear para encontrar hueco, más difícil que abrirse paso en una de esas defensas de hormigón armado que se edifican cada vez que Messi pisa un terreno de juego. Cuando llegan historias como esa vecina del tercero que no salía de casa por no poder subir de vuelta y murió poco antes de que se instalase el elevador a uno se viene esas expresión mexicana tan rotunda y veraz: ¡perra vida! Por contra, los problemas de movilidad de un pequeña hizo que ésta pueda seguir viviendo en casa ya en la edad adulta. El ascensor llegó a tiempo. Son, dicho sea con permiso del dramaturgo Buero Vallejo, historias de mil escaleras.

Para muchos de quienes se detengan en estas lecturas resulta asombroso que en pleno siglo XXI haya carencias de este tipo. El problema, además del económico, es la edad de los edificios en según qué zonas de la ciudad se miren. En otros casos falta pulmón y en alguno más ganas de subir. Lo que no hay que perder es la esperanza.