UNO tiene una percepción extraña viéndolos. Qué sé yo, como si se acostase hoy, 30 de abril de 2019, y despertase el 1 de mayo de 3013 tras cubrir un viaje interestelar sin que le creciese una barba de medio metro, uñas retorcidas y engarfiadas como si naciesen de las manos de una bruja de cuento de hadas y con apenas el hambre que exige un desayuno. No lo sé. Quizás sea fruto de la imaginación, de esas luces de tonalidad quirúrgica o de esa obsesión de nuestro tiempo: la economía de espacio. Nos hemos llevado tantas veces las manos a la cabeza al observar los ejemplos de Japón, tierra natal de las habitaciones cápsula, que da un puntito de asombro verlas aquí, a la vuelta de la esquina, en la mismísima Doctor Areilza.

No faltarán las quejas, cómo no. Si encontrásemos hoy gas, petróleo u oro en el subsuelo de Bilbao también las habría. Y es cierto que la sensación de claustrofobia es inevitable, como la sospecha de que al salir, camino al baño, por ejemplo, uno puede encontrarse con la abeja reina de la colmena camino del aliviadero. En mi juventud conocí alguna que otra habitacion de alquiler (no es menester explicar para qué y en qué circunstancias...) que convertirían estas cápsulas, por comparación, en el ala izquierda del Palacio de Buckingham. La diferencia estriba en que no había advertencias previas y, de sopetón, no sabías ni dónde dejar los zapatos.

Kapuseru hoteru los llaman en Japón. Y tanto allá como aquí asombra lo mismo: pueden faltar metros cuadrados para estirar los brazos al desperezarse pero no conexión. Lo que llama la atención son las exigencias de nuestra época. Por muchas estrecheces que se pasen hay que dejar una ventana abierta para el mundo virtual. De no ser así a más de un usuario le entraría una reacción de ansiedad intensa como falta de aire, palpitaciones o mareos. Raro mundo este.