AYA por delante que, por muy omnívoros que digan que somos, yo soy esencialmente carnívoro. Por eso me siento aludido por la polémica sobre la ganadería intensiva y busco un sustento para una actitud razonable, como lo busco para un ecologismo razonable. No siempre lo encuentro, la verdad. Para hallarlo suele ser conveniente huir de las declaraciones.

Que el ministro Garzón apunte a la ganadería intensiva como fuente de grandes males y el presidente de Castilla-La Mancha, García Page, le conteste con un refrán me da la medida de que por ahí no debería ir el debate. Así que, siguiendo la máxima de ofrecer datos, me refugio en ellos. La ganadería intensiva es responsable del 14,5% de los gases de efecto invernadero pero su proteína ha supuesto una mejora global de la nutrición humana.

Dice la FAO que en el mundo se producen 25.000 millones de pollos, unos 3.000 de ovinos, 1.500 de vacas y 1.000 de cerdos. Al peso medio de cada cual, eso nos da una media de 50 kilos de vacuno, 15 de cerdo, 8 de pollo y unos 5 de ovino: casi 80 kilos de proteína cárnica por persona y año para casi 8.000 millones de humanos. Ocurre que en India la media no llega a los 5 kilos y en Estados Unidos se acerca a los 120. Tranquilos, en Europa nos acercamos a esos 80, aunque todavía los superamos con creces -unos 90 o 95-. Otra cosa es que tampoco sea necesaria esa ingesta anual, aunque dé gusto.

Que esa industria cárnica sea tan contaminante depende también de la laxitud de nuestra exigencia legal. Mecanismos de tratamiento de gases y purines, así como limitación de productos químicos, reducirían su impacto y hasta crearían el empleo asociado a esas funciones que no crea la mera crianza. Este es un negocio de capital, no de fuerza de trabajo, y de escaso valor añadido allí donde se soporta su impacto. Se puede ser carnívoro razonable y exigente con la calidad y, además proteger al pequeño productor y al medio ambiente.