E gesta un debate central que corre el riesgo de ser, como de costumbre, meramente postural. Hay un borrador de propuesta de la Comisión Europea sobre transición energética que considera que proyectos de energía nuclear y gas, bajo condiciones de garantía que eviten un impacto ambiental en emisiones y acuíferos, pudieran considerarse temporalmente -horizonte 2030 en unos casos y 2045 en otros- verdes, como alternativas a la generación eléctrica mediante carbón y reducir las emisiones de CO2 mientras se implantan energías renovables.

Hasta aquí los datos. Los temores, fundados, son lógicos. El primero, el de conformarse con el mecanismo transitorio y que el que venga detrás dé las soluciones. Y, luego, la evidencia de que el gas hay que importarlo, es otro hidrocarburo y la energía nuclear tiene una difícil y peligrosa gestión de sus residuos. Junto a estas evidencias está el hecho de que cualquier otro hidrocarburo, parte importante del mix de generación europeo, son mucho más contaminantes y que la energía nuclear no emite CO2, que es lo que nos tiene locos.

Cada cual formamos nuestra opinión y la vicepresidenta Yolanda Díaz tiene la suya y pide a la Comisión que reconsidere esa estrategia en atención a "la evidencia científica y la demanda social". A mí, la primera me parece oportuno explicarla más que enunciarla y la segunda me parece contraria a la primera tras la experiencia de dos años de pandemia y ombligueo. La ecuación energética es ambiental, económica y social. Energía necesitamos para producir, alimentarnos, curarnos, asistirnos, educarnos, trabajar y disfrutar. Y todo ello reduciendo la huella de carbono. Pero la demanda social publicitada, esa que no quiere nuclear ni gas ni basura ni emisiones pero tampoco el parque eólico en su paisaje, la planta de gestión de residuos en su pueblo o las vías del tren menos contaminante, hace tiempo que introdujo su conveniencia en la ecuación y la hizo irresoluble.