L vértigo que provoca la ambición es un fenómeno curioso. No ocurre habitualmente en el ámbito económico, donde hay multitud de liderazgos en los que la cualidad personal marca el devenir de los grandes proyectos. Muchas veces, para bien; otras, no tanto. Pero, en la política, la ambición a veces se agota cuando se alcanza el techo formal, que es cuando deberían ser transformadores.

En cierto modo, este fenómeno tiene mucho que ver con la sucesión de decepciones en las cumbres por el clima. Es un éxito, sin duda, que los mandatarios pongan el foco en este problema y hasta que se constaten los riesgos y necesidades derivados de la protección del medio ambiente. Pero hasta ahí. Cada negativa tiene un motivo razonado que acaba jugando en detrimento de la sostenibilidad ambiental. Se teoriza sobre la riqueza construida en los países desarrollados a costa de los que ahora demandan el suyo con procedimientos obsoletos y contaminantes. Sería injusto condenarlos al subdesarrollo, es verdad. En el otro extremo, la sostenibilidad económica que demandamos desde las sociedades del consumo exige un ciclo de producción constante que no se sostiene, hoy por hoy, con fuentes energéticas limpias. La nuclear no emite CO2, pero contamina durante siglos su entorno; el carbón es barato, pero destroza la atmósfera; la hidráulica es eficiente, pero no sirve donde no hay agua. Cada cual explica sus limitaciones para el compromiso y en todas ellas hay verdad. Y, entre tanta argumentación atinada, los gestores económicos y políticos lo son del status quo, no de su futuro, que es el nuestro. Hay decisiones duras que adoptar, pero se impone que lo haga otro porque, ese, no ganará una elección nunca anunciando el mínimo recorte de lo que entendemos por bienestar aunque sea hedonismo. Así, a la Humanidad, entre todos la matamos y ella sola se murió.