A tenemos nuevo icono de modernidad y podremos convertirlo en emblema de vacuidad en los próximos cinco años, si hacemos caso a Mark Zuckerberg. El propietario -ya sé que también es creador, pero la dimensión de negocio que hay detrás merece no ser perdida de vista- de Facebook, Instagram, Whatsaspp o Messenger ha dado una capa de pintura brillante a las últimas filtraciones sobre la actividad poco edificante de sus redes sociales y ha anunciado que su conglomerado de realidad virtual se llamará Meta.

El nombre, que coincide con el del estimulante y adictivo desarrollo de la anfetamina, me parece apropiado porque, al fin y al cabo, el término ya se lo han popularizado miles de narcotraficantes, consumidores, cine y televisión. No me malinterpreten; yo tampoco concebiría el día a día sin las virtudes del mundo virtual y el desarrollo exponencial de la digitalización y las tecnologías de la información y la comunicación. Solo que el embrujo luminoso de ciertos iconos de nuestra modernidad me producen recelo.

Antes de que se filtrara el uso presuntamente manipulador de la información y las concesiones de las redes sociales de Zuckerberg al populismo de ultraderecha ya era poco partidario de sumarme a la corriente de fieles a las bondades de los nuevos filántropos hipermillonarios que pasaron de ser genios tecnológicos a vanguardia del pensamiento. Los Zuckerberg, Gates, Musk, Jobs o Bezos, por citar solo a unos pocos, que una vez nos han convertido a las bondades de su negocio también nos señalan los valores correctos. El despotismo ilustrado siempre racanea al ciudadano sus posibilidades de elegir. Incluso aplastándolo con una avalancha de libertad para decidir intrascendencias. Pero, dicho esto, lo de jugar, ligar y construirse un mundo paralelo sin más limitaciones éticas que las que uno se autoimponga, como apunta Meta, mola un montón, ¿eh?