ONGAMOS las cosas en su justa dimensión. Quizá no hacerlo es lo que nos trae ahora sensaciones contradictorias. El brote de covid-19 que afecta a centenares de jóvenes y adolescentes que acudieron a las Baleares a desahogar la tensión del final de curso tiene la virtud de ponernos ante el espejo. Tendemos a buscar culpables antes de extraer conclusiones. Es más sencillo pero bastante más inútil. Hoy nos preguntamos si no ha sido precipitado desescalar a la brava, acelerando las fechas de apertura de usos y prácticas que durante el último año han estado hipercontroladas. Algunos errores hemos cometido. El primero, seguramente, suponer que hay una generación a la que hay que resarcir del rigor pasado dejando que disfruten del ocio hedonista más libre. No se trata de culpar a nuestros jóvenes; tampoco de aceptar que el único modo de hacerles dueños de su libertad es regarlo con postureo y fiesta. No me malinterpreten, la juerga mola. Pero he visto teorizar sobre la necesidad de dar rienda suelta a las tensiones desinhibiendo el instinto y esto suele llevarse por delante el sentido común. Escucho también a atribulados progenitores reprochar a las autoridades baleares, a los locales de hostelería, a los medios de transporte, que no hayan impedido a sus hijos hacer lo que bien podrían haber evitado ellos solitos. Y alucino. Tan pronto pedimos que nos devuelvan nuestra libertad como reclamamos que su gestión esté en manos de otros. No sé si pretendemos vivir acolchados; que podamos correr sin control con la tranquilidad de chocarnos contra paredes mullidas. Un par de buenos chichones suelen dar en qué pensar. Pero no nos equivoquemos: esto no va de renunciar a recuperar nuestros espacios públicos. Esto va de administrarlos. Va más allá de que la mortalidad por la pandemia se reduzca con la vacunación. Va de aprender o vivir de brote en brote. Hoy es un virus, mañana...