L sábado se celebró el homenaje en Artxanda a 7.318 gudaris caídos en la guerra del 36 en defensa de la democracia y las instituciones vascas. Uno siempre tiene una prevención ante los actos que suponen reconocer a un soldado. Resulta complicado valorar unos hechos de armas y explicar a una generación que no tiene contexto suficiente por qué fue importante que unos torneros, abogados, contables, soldadores, peones... decidieran un día defender una idea con las armas. Sobre todo porque no falta quien pretende hacer tabla rasa con todo el que toma las armas para defender sus ideas, zapadores de la ética democrática en lugar de defensores de ella. Derechos y libertades adquieren ahí un papel fundamental. Más allá que la propia y leal identificación nacional que cada cual sienta. Esta sin aquellos, entendidos en sentido de universalidad, también ha sido manipulada ocultando bajo el manto del sentimiento patriótico modelos enemigos del libre pensamiento. El fascismo sigue ahí, como una percepción del mundo en el que hay que imponer a otro la convicción propia; dividir y seleccionar en función del color, la fe, el género o la orientación sexual. También el que se aplica en nombre del pueblo, de la lucha de clases como losa con la que sepultar el libre ejercicio de la opinión y practica el señalamiento. Extremos ambos de los que hay que hablar cuando uno explica por qué no es lo mismo defender el derecho a votar, el derecho a opinar, el derecho a aspirar a algo mejor con independencia de la cuna, que defender el principio moral privativo sobre los de todos demás. Aplicar la fuerza donde no existe el consenso; aplastar la diferencia para allanar hacia lo homogéneo. Fueron, son, muchos más que 7.318 nombres. Son la evidencia de que persiste una realidad, una voluntad colectiva más fuerte y más vigente que una generación. Esa es nuestra reserva ética.