RANQUILOS, que ya llega la Eurocopa. A pesar del final de la temporada futbolera, estamos más cerca de la sobredosis que del síndrome de abstinencia. Personalmente encuentro esta prescripción especialmente insana. No me malinterpreten, yo soy futbolero como el que más. Pero el aderezo que acompaña al fútbol de selecciones, al menos en lo que tiene que ver con la española, me resulta especialmente indigesto. Todos sabemos que el deporte es un mecanismo de cohesión social. Bajo los colores de un club, una estrella o una selección cabemos todos y hay quien pretende que nos iguala. Yo no. A mí, el hooligan de mi Athletic -pongan aquí su club- no me produce empatía. Lloro, grito y sueño como el que más, pero no recurro al fútbol para pegarme con nadie, desmerecer a nadie ni a dar salida a mi racismo, machismo o frustración política. No soy buen candidato a la exaltación nacional en vísperas de la Eurocopa. No me siento orgulloso de sus éxitos ni satisfecho de sus fracasos. Me centrifuga hasta la otra punta de la galaxia futbolera que me alisten bajo la cruz y al espada de Santiago y cierra España. Que un futbolista vasco deba excusarse por no ir o que a otro francés le midan cuánto de español se siente para poder ir. La memoria me trae a Donato, a Marcos Senna, a Diego Costa, Pizzi, Cherubino y la hemeroteca a Puskas, Di Stefano, Eulogio o Kubala y pienso que esto de que deban sentir los colores más que la bandera de Colón es complejo de nuevo rico. No había exámenes de españolidad en la selección anémica de títulos. Todo el que pudiera aportar se sumaba a golpe de sello administrativo. Hoy se hace evidente que la selección no tiene tanto que ver con el deporte. Esta columna, tampoco. Porque en cuestión de sentimiento deportivo-nacional, yo también tengo el mío pero a mi selección no le dejan jugar. Cuando pueda, lo mismo dejo de ponerme estupendo. ¿Probamos?