ROBABLEMENTE, uno de los retos mayores del ejercicio de la política es mantener la consciencia de que la realidad que uno percibe es solo una parte del total que uno no contempla desde su punto de vista. Lo contrario, suponer que uno tiene una mirada omnisciente, conlleva situar el centro del universo en el ombligo propio. Es un mal del que no se han librado los que llegaban con la vitola de cambiar la política. Se ha podido constatar en Pablo Iglesias, convencido ahora de que solo la imposición de sus manos sobre la política madrileña puede salvar a Podemos. No es menor el de Inés Arrimadas, que ha llevado a Ciudadanos a la deriva de identificarse con ella misma y esa perspectiva tan humana de asimilar a su persona los éxitos y purgar a los que la rodean por sus fracasos. Lo heredó de un Albert Rivera que, después de estrellar el proyecto pretende ganarse la vida con una especie de centro de autoayuda para la formación de liderazgos políticos. Chúpate esa. En Euskadi le ocurre a Arnaldo Otegi, que ayer analizaba el devenir de Podemos haciéndolo girar en torno a su propia capacidad de influencia en Madrid. El ombligo es el resto inútil de una conexión imprescindible que debería recordarnos nuestra dependencia original de otros. Pero, luego, no deja de ser un agujero que no lleva a ninguna parte.