E dejado macerar las sensaciones. La muerte del dios del fútbol tiene el efecto contrario al buscado por Nietzsche: lo ha encumbrado. Solo puedo declararme ateo de esta fe. Lo más cerca que estuve del Pelusa, como le apodaban cariñosamente a Diego Maradona, fue un domingo de finales de enero en San Mamés, cuando se llevó con la mano un balón en el área para marcar el 0-1 en la Liga que luego sería del Athletic en el año del doblete. Luego resultó que la mano de dios salió a pasear con cierta asiduidad. No conocí a la persona, que dicen que era amigo de sus amigos. Y no hablaré de él sino de sus fieles. Los que aplauden la genialidad y también la falta de fair-play. Los que adoran al icono y los que, en un 25-N le perdonaron sus presuntos arrebatos de maltrato. Los que le aplican la comprensión al muñeco roto y desprecian con rigor a quienes sufren su misma adicción. Y, de entre ellos, a quienes prácticamente han hecho del exceso en lo trágico, en lo cómico y en lo hedonista, una cultura urbana que les lleva a reivindicar al icono y a desconocer a la persona, sus contradicciones y sus tragedias. Maradona sufrió más de lo que merecía y se equivocó más de lo que debía. Fue el placebo social de la Argentina liberada de la dictadura y de la despeñada hacia el corralito. Los argentinos lloran por él las lágrimas que se han negado a sí mismos.