LA semana pasada ha estado tan marcada por el vodevil que nos han pasado desapercibidas algunas cosas que merecen una reflexión. No por nuevas, que ya empieza uno a acostumbrarse a escuchar sandeces, pero precisamente por la naturalidad con la que se asumen. A Donald Trump le escuchamos decir con absoluto aplomo que podría ganar la guerra en Afganistán matando a diez millones de personas. Todos sabemos que no lo va a hacer -¿lo sabemos?- pero el mero hecho de poner esa simpleza sobre la mesa debería provocar un terror que convirtiera en prioridad que semejante personaje no volviera a tener la oportunidad siquiera de hacernos temer en qué estará pensando. Se ha vuelto insanamente inocuo costumbre de escuchar barbaridades en boca del presidente del país con más armas nucleares. Trump habría ganado la guerra fría mucho antes, pero para ello tendría que haber exterminado a la humanidad. La terrorífica sensación de que eso habría dependido de sus propios intereses no va a evitar que sea el elegido por los republicanos de nuevo para presidir los Estados Unidos. Otra que ha hecho porque no le perdamos de vista y vamos a padecer de inmediato es Boris Johnson, primer ministro británico. El tipo del Brexit duro, el inconsciente que fraguó su carrera política en base a insultos y falsedades cuando estas aún no eran glamurosas fake news sino simplemente cochinas mentiras. Es la misma escuela, el mismo modelo de mandatario capaz de llevarnos al borde del abismo esperando que alguien se rinda antes a su capricho. Pero el barranco está lleno de optimistas.