Los flujos migratorios forman parte de la historia de la humanidad. Con más o menos intensidad estos se han reproducido a lo largo de los años y en casi todos los lugares. La búsqueda de una vida mejor es lo que mueve, esencialmente, a las personas a trasladarse de un lugar a otro. Escapar de la guerra, de las malas condiciones sociales, de desastres naturales o simplemente el ánimo de progresar han sido los impulsos de amplias capas de la humanidad a la hora de moverse de lugar de residencia. 

La ultraderecha a nivel europeo, como ha solido ocurrir en los tiempos inciertos a lo largo de la historia, está usando este tema para ganar hegemonía y crear malestar social. En los últimos meses el debate que han tratado de generar apunta a los jóvenes inmigrantes no acompañados como causantes de una supuesta creciente inseguridad. En su decadencia moral señalan al más débil, usan el estereotipo como argumento político y difunden bulos. Para ellos, en este tema, no existe ni la compasión ni la prudencia.

La población inmigrante ha acudido allí donde hay una mayor posibilidad de integración laboral, un sistema de protección social más eficaz y en ocasiones por la existencia de redes familiares, de amistad, o de apoyo. Pero esta última razón se convierte en un déficit en el caso de los jóvenes inmigrantes no acompañados, que no disponen de esas redes familiares de apoyo y que por lo tanto tampoco disponen de referencias en el lugar de llegada. Esos menores son los que encuentran una triple dificultad para su integración; la social-económica, la cultural y la que tiene que ver con la soledad. El itinerario de supervivencia, que empezó en un durísimo viaje, se convierte en una prueba personal llena de dificultades.

Las personas vulnerables e inmigrantes no pueden ser lo que Bauman llamó “las víctimas colaterales del progreso”, en ello nos la jugamos como sociedad. Como dice el antropólogo social Jesús Prieto “ser una sociedad de acogida, que no mera receptora, supone poner en marcha instrumentos de solidaridad grupal y de construcción de ciudadanía. La tan deseada integración no ha de surgir por generación espontánea”.

Por eso hay que tener en cuenta que nuestras sociedades, cada vez más plurales y diversas, caminan hacia un horizonte en el que la integración de sus miembros es tal vez una de las mejores políticas económicas, sociales y de seguridad. 

En ese sentido frenar lo que podríamos llamar “fronteras de ciudadanía” resulta importante en la tarea de consolidar sociedades igualitarias y avanzadas. Para estos menores la administración pública, en cualquiera de sus niveles, se convierte en la puerta de entrada y acogida, pero también es el primer instrumento para la configuración de su nueva identidad, de su ciudadanía. 

De ahí que sea humanamente importante, pero también socialmente imprescindible, diseñar una política de integración educativa y laboral ambiciosa. De ello se benefician en una lógica de ida y vuelta tanto las personas migrantes como la sociedad de acogida. 

Frente al ruido aparatoso, existe un caudal técnico y profesional centrado en que la integración salga bien. 

Evitar la psicosis migratoria (creer que existe una especie de invasión, por ejemplo), el estigma o las ideas populistas en este terreno afecta directamente al éxito del modelo de integración social y laboral y resulta más inteligente que sacar a la armada para atajar la inmigración. 

Como afirma el sociólogo Mauro Cervino “la palabra ha de priorizarse ante el anonimato de las estadísticas”.

Si algo hemos aprendido en los últimos años es que la marginalidad y el aislamiento social son el caldo de cultivo donde nace la delincuencia o el fundamentalismo religioso. No apostar de forma comprometida, y con sensibilidad, por la buena integración es también una irresponsabilidad.