Un bulo y una mentira no son lo mismo. Pasan por sinónimos, pero tienen entre ellos un grado de jerarquía diferente porque el objetivo por el que se emiten no es el mismo. Y el efecto tampoco, dado que, en el caso del bulo, el daño es infinitamente más grave. Esta semana, en una entrevista radiofónica, el consejero en funciones de Seguridad, Josu Erkoreka, advertía de que los bulos son un peligro para nuestra sociedad y ponía el acento en que no provienen únicamente de la derecha o ultraderecha política.

Ahora que se ha puesto de moda hablar de la máquina del fango, el veterano dirigente político rememoraba tiempos pasados como portavoz en el Congreso de los diputados (y diputadas) y recordaba el alto voltaje entonces en una Cámara convertida hoy ya irremediablemente en un sainete. Pero ponía el acento en algo peculiar, algo dicho en voz alta pocas veces por representantes institucionales como es que en Euskadi también vamos servidos de maquinaria que tiene como objetivo “poner en marcha un sirimiri que crea un estado de opinión, que es falso, aunque pueda descansar sobre hechos que objetivamente pueden ser comprobables”.

Eso es un bulo, una noticia falsa propagada con un fin en concreto. “Aquí (la maquinaria del fango) tiene otros orígenes también perfectamente identificables, que operan de la misma manera”, añadía Erkoreka. Denuncias que acaban en un cajón, exigencias de dimisiones sobre personas como supuestos autores de hechos a los que un juez finalmente no vincula, datos sin contraste, etc. Las redes sociales, entre otros, se han convertido en la manera perfecta para distribuir cualquier mensaje que no soporta un mínimo de contraste. Lo peor de todo es cuando se evidencia la falsedad y al falsificador nada pasa. Los bulos llegan y se van de la misma manera de la opinión pública, pero el sirimiri está ahí. Cuando cesa compruebas que te ha calado hasta los huesos sin que te hayas dado cuenta.