Esta semana ha comenzado el 55º periodo de sesiones del Consejo de Derechos Humanos y los informes presentados por el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos describen la cámara de los horrores del mundo y los extremos más dolorosos e inaceptables de la crueldad humana. Por desgracia tenemos donde elegir para nuestro comentario. Por desgracia el espacio de la columna se queda pequeño para resumir siquiera lo más importante de estos informes. Podríamos hablar de decenas de conflictos, pero cabe señalar unos pocos, como botón de muestra.

En Sudán del Sur durante el último año diversas fuerzas militares han estado enfrentándose en un conflicto cruel que ha producido la muerte de miles de personas: 14.600 muertes contabilizadas hasta hace un par de meses, si bien la ONU afirma que las cifras reales son, sin duda, mucho más altas. Decenas de miles de personas han resultado heridas y el conflicto ha obligado a millones a escapar y desplazarse. Las infraestructuras médicas son atacadas como objetivo militar: ¡más del 80% de los hospitales del país están fuera de servicio! La ONU ha acreditado la existencia de numerosos crímenes de guerra como ataques a infraestructuras civiles y a zonas densamente pobladas.

Son crímenes, estos y los que se producen en otros lugares, que requieren de investigación y no pueden quedar impunes. La ONU ha dicho que “en la actualidad, la crisis en Sudán del Sur sigue estando marcada por un insidioso desprecio por la vida humana”. Y ha añadido que la violencia sexual y la violación como arma de guerra “ha sido una característica definitoria –y despreciable– de esta crisis desde el principio”. El 50% de la población del país necesita ayuda humanitaria para sobrevivir. El riesgo de desnutrición afecta a más de 1.600.000 niños. Y a pesar de todo el conflicto en Sudán del Sur, tal como indica el Alto Comisionado, “es una tragedia que parece haberse deslizado en la niebla de la amnesia global”.

La situación en Myanmar, por cambiar de foco, se ha convertido en una pesadilla interminable, igualmente alejada de los focos de la política mundial. Tres años de régimen militar han infligido –se lee en el informe– “niveles insoportables de sufrimiento y crueldad a la población de Myanmar. Tres años de operaciones militares diseñadas para reprimir, aterrorizar, deshumanizar y destruir. Reprimiendo todas las formas de oposición y disidencia”.

Se han verificado que más de 4.603 civiles que han muerto a manos del ejército desde febrero de 2021, pero, según la ONU, el número real es sin duda mucho mayor. Los informes incluyen referencia a unos 400 civiles que han sido “quemados vivos o ejecutados”.

Las palabras del Alto Comisionado para referirse a la situación en Gaza no le van a zaga: “Eso es una carnicera. Los horrores que se están desarrollando ante nuestros ojos en Gaza parecen no tener límites, ni palabras para describirlos”.

El informe recuerda cifras insoportables: 30.000 muertos, un total de 100.000 personas si incluimos a las heridas. El gravísimo deterioro de la situación humanitaria y de los derechos humanos en Gaza no puede dejar diferente a nadie. Y los ataques a los servicios humanitarios de los últimos días constituyen crímenes que ofenden la condición humana global. Los crímenes internacionales, cualquiera sea la víctima, cualquiera la autoría, cualquiera el contexto geopolítico, no pueden quedar impunes.

El Alto Comisionado culmina con un ejercicio que no sé si es esperanzado: “Y, sin embargo, debemos aferrarnos a la promesa de que la paz es alcanzable en los Territorios Palestinos Ocupados e Israel. Para que eso funcione, la ocupación debe terminar. Los dirigentes israelíes deben aceptar el derecho de los palestinos a vivir en un Estado independiente. Y todas las facciones palestinas deben aceptar el derecho de Israel a existir en paz y seguridad”.

A esa idea nos aferramos también nosotros, sin saber tampoco si la esperanza de paz pisa algún suelo firme que la sostenga.