SI limitamos la mirada a los últimos 12 años, el Partido Nacionalista Vasco había venido ganando apoyo justo hasta las elecciones forales, municipales y generales de 2019; también hasta las autonómicas de 2016. En estas últimas le había votado un 22,3% del censo electoral, en consonancia con los resultados obtenidos en 2012 (21,7%) y 2009 (22,5%). Sin embargo, en las autonómicas de 2020 ese porcentaje bajó al 19,5%. Puede parecer un descenso menor, pero no lo es.

Interpreté en su día ese resultado como un efecto de las medidas impopulares a que obligó la situación sanitaria a consecuencia de la pandemia. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, las protestas de la hostelería y el pequeño comercio? O la irritación que causaban los tiempos de espera para poder acudir a consultas. La ciudadanía, además, ha tenido la percepción de que en ciertas áreas la gestión ha sido peor que como estábamos acostumbrados y que no se ha actuado con la debida diligencia para corregir los problemas. La incertidumbre y el temor que se han instalado en parte de la ciudadanía vasca han hecho el resto, lo que ha minado el apoyo al gobierno y al partido que lo lidera, a la vez que aumentaba el de su principal oponente. Esto que ha ocurrido aquí no es privativo de nuestra comunidad; en la mayor parte de Europa el electorado ha favorecido a los partidos de la oposición y castigado a los del gobierno.

La consecuencia es que la diferencia en porcentajes de voto en las elecciones forales entre EAJ/PNV y EH Bildu fue de un 1,3%, cuando la diferencia media de las anteriores elecciones a Juntas Generales había sido de 6,6%. Y en las elecciones a Cortes Generales ha sido de 0,1%, cuando la media de las tres convocatorias anteriores había sido de 3,2%.

Lo que indican estos datos es que aunque en esta última convocatoria se ha visto con claridad el declive electoral de EAJ/PNV, el descenso no ha sido repentino; se había producido ya, en gran parte, en las últimas elecciones al Parlamento Vasco. En aquella ocasión la bajada no se vio con la claridad debida porque la participación fue muy baja, de poco más del 50% –ese es, precisamente, el motivo por el que prefiero guiarme por porcentajes de voto con respecto al censo–, pero una parte importante del electorado nacionalista se había dado de baja ya. Se volvió a ver en las forales (19,4% en 2023, frente a 20,9% en 2019). Y en lo que a las generales se refiere, con excepción de las de 1989, EAJ/PNV ha cosechado en estas elecciones su segundo peor resultado desde la restauración de las elecciones democráticas en 1977. En 2023 ha recibido el 16% de votos del electorado potencial, solo superior al 15,1% en las elecciones a Cortes de 1989, las primeras tras la escisión de EA.

Si esas tendencias se mantienen en los próximos meses, en las elecciones autonómicas del próximo verano habrá una posibilidad real –aunque no tan fácil como algunos piensan– de que EH Bildu adelante al Partido Nacionalista Vasco. No será fácil, porque lo previsible es que EAJ/PNV recupere parte del voto perdido (de votantes en estas elecciones al PSE-EE, especialmente). Pero de ocurrir, nos encontraríamos entonces en un contexto inédito, pero lógico y, desde un punto de vista democrático, saludable. Después de décadas de irredentismo y apoyo al terror, EH Bildu, a pesar de los pesares –léanse esos pesares como “la renuencia a adoptar posturas éticamente más acordes con la sensibilidad mayoritaria en nuestra sociedad”–, ha optado por hacer política de verdad, en Madrid, en Navarra, y en la CAV y cada uno de sus territorios históricos. Actuando de esa forma y valiéndose de la coyuntura que ha propiciado la pandemia y lo que ha venido después –crisis de suministros, guerra en Ucrania e inflación–, así como los problemas de gestión percibidos por el electorado, la izquierda abertzale se ha convertido en una alternativa real a la hegemonía electoral histórica de EAJ/PNV.

Hay que recordar, por último, que en la CAV nadie puede gobernar sin el concurso de un segundo partido. Las posibilidades que se abren son, por tanto, diversas. Estaremos entonces en condiciones de aplicar lo que decía el filósofo austriaco Karl Popper cuando asemejaba las decisiones políticas en sistemas democráticos a las hipótesis científicas. En una democracia se aprueban las políticas públicas que decide la mayoría gobernante y la implantación de esas medidas funciona como un experimento. Si la política aplicada sale bien, se mantiene. Si sale mal, se rechaza. La alternancia y la posibilidad real de que se produzca actúan facilitando ese proceso. Han llegado tiempos de cambio; ha llegado la posibilidad de alternancia real; ha llegado la hora de someter a contraste las políticas públicas.