Queda apenas un mes y medio para que se cumplan dos años de la retirada vergonzosa de Estados Unidos de Afganistán. 22 meses en los que hemos sacado de nuestras agendas (entono el mea culpa en primera persona) el terrible drama que está siendo pasar de un régimen de democracia a estar bajo el yugo talibán. 22 meses en los que mujeres y niñas especialmente han visto recortados sus derechos de manera radical: la inmensa mayoría no pueden trabajar, se ha prohibido acudir a la escuela, tienen limitados sus derechos de movimiento, reunión o expresión. Tampoco, siquiera, elegir la ropa y qué diremos de la pareja o el futuro. Han pasado tres días desde que Grecia rescatara del mar a 104 personas supervivientes de un naufragio en el mar Jónico. El barco, fletado por traficantes y abandonado por un capitán mercenario horas antes, se convirtió en la tumba de cientos de mujeres, niños y niñas que se quedaron atrapados en la bodega. Yacen a cuatro mil metros en el fondo del mar sin visos de poder ser rescatados. El horror se impone de nuevo, las decenas de condolencias, el estremecimiento ante el televisor, en el conocimiento del relato. Es el mismo horror, condolencia, estremecimiento y demás que sentimos cuando las mujeres afganas pedían a gritos que no se las abandonara. El mismo horror, condolencia, estremecimiento y demás que nos recorrió el cuerpo cuando Aylan Kurdi, el pequeño niño sirio de origen kurdo de tres años, apareció ahogado en una playa de Turquía. Hace un día hemos conocido que la ciencia ha sido capaz de crear el primer embrión sintético humano sin óvulo ni espermatozoides. Ciencia ficción convertida en realidad de dimensiones desconocidas. O no. Hay veces que, ante una sensibilidad cada vez más pasajera sobre lo que sucede a nuestro alrededor, parecería que lo sintético ya está instalado en nuestro interior. Solo hay que esperar a ver cuánto nos dura el horror, la condolencia y el estremecimiento ante el próximo drama que llegue a la pantalla de nuestro televisor.