LA actual crisis argelina es relativamente difícil de entender porque el poder no está en unas pocas manos, sino en todo un entramado de intereses y personajes que en su conjunto se parece más a la mafia siciliana que a una competición programática de organizaciones políticas.
Esta situación tiene poco que ver con la sociedad argelina y mucho con la conquista de la independencia (1962) contra Francia. Esa independencia fue fruto del impulso político de los intelectuales argelinos formados en Francia, el sacrificado apoyo de toda la población magrebí y la organización militar guerrillera. Sobre todo los kabileños de la zona fronteriza con Túnez jugaron aquí un papel posiblemente más importante que la subversión urbana del FLN (Frente Nacional de Liberación).
Pero luchar por la libertad no es crear un país viable. La inmensa mayoría de los habitantes, incluso los del interior que llevan una vida casi nómada, ansiaba la independencia. Pero había una infinidad de concepciones en cuanto al tipo de Estado que se quería y casi ninguna estructura social o económica auténticamente argelina capaz de darle una estructura estatal a esa independencia.
Lo mejor organizado, financiado y jerarquizado a comienzos de los 60 era la fuerza militar y ella ha sido desde el primer momento uno de los motores -¡y conductores!- de la política del país. Pero si los militares constituían la fuerza mayor y mejor organizada, no por eso dejaba de estar aquejada de rivalidades y ambiciones personales. Por eso no ha podido imponerse como fuerza única.
Los jefes guerrilleros se las tuvieron tiesas con la jerarquía del FLN y los líderes musulmanes, que han intentado repetida e infructuosamente imprimirle al país un perfil mucho más confesional. La intervención -sangrienta- de los militares en la crisis de los 90 consiguió marginar a los islamistas, pero al precio de perder gran parte del apoyo popular. Eso lo aprovecharon los cuadros FLN-istas para asumir protagonismo político. En un Estado en el que estaba todo por hacer, ellos aportaron los méritos de la guerrilla urbana y ese tronco de organización clandestina que podía derivar en toda una Administración Pública. Pero carentes de cuadros suficientes, desgarrados por personalismos y sin financiación, acabaron por hacer una triple alianza del poder: ellos, los militares y el empresariado nacional.
Esa simbiosis era tanto más fácil -casi diría obligada- por cuanto en Argelia el mayor cliente es el Estado, que dispone de enormes ingresos gracias a los yacimientos de hidrocarburos. Evidentemente, nada de eso es oficial, pero es un secreto a voces que el poder es un compromiso entre estas tres fuerzas.
El presidente Bouteflika asumió el cargo en 1999 gracias al apoyo de los generales, pero hoy en día está fuertemente afectado por un derrame que padeció en 2013 (está casi ciego) y sus funciones las ha asumido de hecho su hermano Saïd, 21 años más joven.
Y si el clan de los Bouteflika encarnaba el poder político-militar, el empresarial lo encabeza Ali Haddad, el constructor más importante del país y dueño de un imperio económico que incluye varios medios informativos. En cuanto al brazo militar, su principal figura es actualmente el general Ahmed Gaïd Salah -de 74 años-, viceministro de Defensa y jefe del Estado Mayor.
Por último, si esta es la presunta mafia del poder, ahora ha aparecido un factor nuevo e imprevisible en la vida política del país: el pueblo. El constante deterioro del nivel de vida ha exacerbado enormemente los ánimos de la gente y hace casi imposible predecir actualmente ningún pacto tras las bambalinas políticas.