lA luz que se vislumbra al final del negro túnel de su alma no es una claridad que apaga las tinieblas sino el rescoldo de un pavoroso incendio. Sin conocerse aún la identidad del pirómano que jugando con fuego dejó helados a los vecinos de Muskiz ya se puede establecer un retrato robot de urgencia: es un hijo de... ¡Quieto, que me arden las teclas y prendo! Fue un incendio sin explicación ese que desató un silencio del tamaño del cielo el hizo que bajase de los montes un lobo candente, en llamas: el miedo.
“Egur zaharra, su txarra”, dice una voz popular del pueblo vasco, ese mismo pueblo que en la noche del pasado domingo se arremolinó en torno al fuego para combatirlo. La vieja leña de este relato no es la que prendió -las hectáreas arrasadas eran, en buen parte, de bosque joven...- y trajo consigo el pavor y las pavesas, no. A lo sumo eran las ideas retorcidas como el sarmiento de quien hizo ¡clic! con el mechero para darle rienda suelta a sus oscuras intenciones, difíciles de calcular, o a su iluminada y loca cabeza que actúa sin razón alguna.
“Y me hace sentir tan enfadado saber que la llama sigue encendida...”. Pido prestada la palabra a Eric Clapton para expresarme con palabras más comedidas, menos candentes. Los testigos de los incendios aseguran que solo pudieron ser intencionados, la cábala enloquecida de alguien que no está en sus cabales. Los testigos de los incendios aseguran que temieron que el fuego les abrazase, que el arrimón fue de órdago y que la noche se eternizaba a medida que bajaba el lobo. No en vano el miedo en crudo, cerval, nace así: en ese pequeño cuarto oscuro donde los objetivos de un negativo (vamos a mordernos la lengua...) son revelados. Cazar al lobo, ese es el reto.