CONTRARIAMENTE a lo que indica el popular aforismo, la imagen -las imágenes, en realidad- de ayer en Catalunya con los presidentes Pedro Sánchez y Quim Torra, ministros y consellers no vale más que mil palabras. Ni mucho menos. Tampoco las que tengan lugar hoy, tanto en el Consejo de Ministros torpemente organizado en Barcelona como también en las calles, con las protestas organizadas y los miles de policías desplegados. La tensión es máxima.

Unas y otras fotos tienen un enorme valor, pero no son indicativas de grandes movimientos o cambios, al menos de momento. La reunión entre Sánchez y Torra tiene una evidente fuerza simbólica. Lo que no deja de ser significativo, porque lo que, como diría Adolfo Suárez, a nivel de calle consideramos normal -esto es, que los políticos, y más si tienen tan alto cargo, hablen, dialoguen, para resolver los problemas- parece haberse convertido en una excepción en Catalunya.

Esa imagen viene acompañada, además, de otras que apuntan a una posibilidad de deshielo en la crisis catalana. El apoyo de los independentistas catalanes al techo de gasto del Gobierno español en el Congreso de los Diputados, con lo que ello supone de regreso, siquiera simbólico, a la precaria unidad de la moción de censura que aupó a Pedro Sánchez, y el fin de la huelga de hambre que mantenían hasta ayer en la cárcel los exconsellers Jordi Turull, Joaquim Forn y Josep Rull y el exlíder de la ANC Jordi Sànchez son también elementos de gran potencia política para desescalar el conflicto catalán y llevarlo al terreno del que nunca debió salir: la política, el diálogo, la negociación, el acuerdo.

Pero no nos engañemos. Esta coincidencia -nada casual, por otra parte- de hechos en la buena dirección para distensionar la crisis no está cimentada con elementos sólidos que lleven a un horizonte de salida. No hay, a día de hoy, garantías que permitan vislumbrar cambios significativos. No los transmite el Gobierno español, incapaz de poner encima de la mesa más propuestas que la ya trillada de un nuevo Estatut, sin entrar al verdadero fondo de la cuestión. Y lo que puede venir, con el auge de la derecha que alimenta la ultraderecha, es aún más aterrador. Tampoco trasladan novedades las fuerzas soberanistas, cuyo primer horizonte más inmediato, encarnado en el próximo juicio a los líderes del procés, se percibe como un gran obstáculo, lo que, objetivamente, es real. En definitiva, los polvos del pasado enfangan de tal modo el terreno que aparece impracticable.

La esperanza, aun débil, es que hay pasos que indican, al menos, voluntad. Una voluntad que hay que alimentar y robustecer.

De momento, la fotografía de la minicumbre de ayer supone un pequeño triunfo a la tenacidad y la capacidad de presión soberanista. Han logrado lo único que, en las actuales circunstancias, podían conseguir. Que no es mucho, pero es un avance. ¿Deshielo? Aún es pronto para saberlo.

La prueba de fuego -dicho sea con toda la intención- será hoy. Obviamente, del Consejo de Ministros no se espera gran cosa respecto a Catalunya. Los ojos estarán en las calles, donde los CDR y elementos incontrolados pueden ofrecer otra fotografía que puede ser un regalo navideño para quienes insisten una hora sí y la siguiente también en la necesidad de aplicar -de nuevo y con mayor rigor- el artículo 155 para “imponer el orden” en Catalunya. Una imagen de violencia más o menos generalizada tampoco valdría más que mil palabras pero puede eclipsar los tímidos avances alcanzados y significar una vuelta a las trincheras.

Es de esperar que el sincero llamamiento del soberanismo a la no violencia sea respetado. Por unos y por otros.